RESULTA QUE
Resulta
que desde el domingo he recibido más insultos que en más de treinta años de
trato con adolescentes complicados. Llego a una conclusión rápida y reconfortante:
he tenido suerte con los adolescentes. Lo peor que he recibido de ellos es la
rotunda afirmación pronunciada por un chico hace ya más de una década. «Esta profesora está
loca», dijo, dirigiéndose a sus compañeros. No me parece demasiado ofensivo, en parte porque no le faltaba razón; a
veces los docentes estamos a un paso de enloquecer ante la eclosión de emociones encontradas
que se produce en nuestras aulas. El caso es que, desde que el domingo me uní a
las protestas por la participación del equipo israelí en la Vuelta Ciclista a
España, me han llamado de todo, en ocasiones colectivamente, en otras de forma
personal.
Empezaré
con lo institucional. Resulta que los manifestantes somos «turba propalestina»
y «kale borroca», en ambos casos alentada por el presidente del gobierno y sus
ministros. Lo que más me ofende es esto último: se me niega el derecho a
sentir, pensar o protestar por cuenta propia; soy, al parecer, una marioneta manejada
por los hilos del poder. Lo curioso es que, bien mirado, estas palabras compartidas
respectivamente por el jefe de la diplomacia israelí y por la presidenta de la
Comunidad de Madrid son un arma de doble filo, porque atribuyen al gobierno un poder
inmenso. Yo, que estuve en primera fila de la protesta, puedo asegurar que
había personas de las más dispares edad y condición. Suponernos a todas
mediatizadas por las consignas que nos vienen de lo alto entra en el terreno de
la ficción. Y me ofende. Profundamente.
Resulta
que en un perfil de Facebook de una persona a la que aprecio mucho (y que ojalá
me siga leyendo, a pesar de nuestras diferencias ideológicas) se afirma que el
domingo «Atapuerca se trasladó a las calles de Madrid». Esto me molesta
bastante menos; será por el amor que siento por la paleoantropología y la
admiración que me inspira el extraordinario equipo investigador del yacimiento
burgalés. Me recuerda a cuando un dirigente de un partido de ultraderecha denominó
«aquelarre» a la manifestación del Día de la Mujer. Creo que a las participantes
nos gustó bastante. Pero vuelvo al perfil de Facebook del que estaba hablando.
Varias personas intervienen. Una de ellas, para dejar caer tan solo un contundente
sustantivo: «gentuza». Vaya. Qué poder el de los sufijos despectivos. Esto, lo
reconozco, sí que me ha escocido. Otra afirma que lo sucedido el domingo es
«vergonzoso». Bien que lo lamento. Por mi parte, solo puedo sentir estupor.
Resulta
que, cuando el domingo pasado me encaminaba a la protesta por una calle paralela a la Gran Vía,
un grupo de manifestantes que portaban banderas de Israel y que se habían
instalado frente al Ministerio de Cultura nos llamaron asesinos a mi
acompañante y a mí. Luego me enteré de que venían de hacer burla a las personas
que estaban tras las vallas en Banco de España, esperando el paso del equipo
israelí, que, como bien es sabido, no se produjo. Pero volvamos al insulto.
«Asesina». Han subido mucho el listón, qué duda cabe. Tanto, que no siento el
menor ápice de molestia. Eso sí, el grado de estupor se me dispara.
Resulta
que, cuando me enfundo una camiseta con un lema a favor de Gaza y abro un paraguas
con los colores de la bandera palestina al que bendigo, porque el domingo el
sol caía inmisericorde sobre la Gran Vía, no lo hago por seguir consignas del
gobierno ni por molestar a autoridades municipales ni autonómicas ni por dar
rienda suelta a impulsos antisistema. Lo hago porque se me rompe el corazón
cuando veo a los gazatíes empuñando recipientes para conseguir una ración de
comida. Porque se me congela el alma ante las noticias de bombardeos sobre
hospitales y ataques a personas que acuden en busca de alimentos. Porque estoy
viendo a un pueblo entero perecer aplastado por otro más poderoso y refrendado
por el entramado de poder que gobierna este planeta insano. Dice la presidenta
de mi comunidad que hubo niños que huyeron llorando por la violencia de las protestas
del domingo. Cómo me gustaría que esa loable sensibilidad suya se extendiera a
otras infancias. Yo también vi llorar a personas emocionadas cuando los
manifestantes tomaron de forma definitiva la Gran Vía. Otras sonreían con un
feliz gesto de incredulidad. Solo por eso, me compensan los insultos. Y que
este blog cada vez lo lea menos gente. Resulta que tengo claras mis
prioridades.
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