UN COLUMPIO

El columpio está cerca del mar, en un jardincillo junto a la playa. Es un modelo que no recuerdo que existiera en mis años infantiles, en los que yo era una arriesgada y asidua usuaria de ese aparato volador. Se trata de una estructura rectangular en la que los asientos se reparten de forma simétrica: dos parejas penden de los lados largos, dos solitarios de los cortos. Semejante distribución aleja la imagen romántica del columpio situado frente a un hermoso paisaje, en el que un personaje lánguido balancea sus cuitas con los ojos fijos en la inmensidad. Este aparato aboca a los participantes en el juego a mirarse unos a otros, en una curiosa comunidad fluctuante.

En el momento al que me refiero, todos los asientos están ocupados y hay, por lo tanto, seis niños sujetos a los devenires del vaivén. Son como comensales de una mesa a cuyos bordes se aproximan para alejarse de inmediato, a un ritmo que dictan estrictas leyes físicas que se me escapan: yo solo veo misteriosas confluencias, parejas y tríos que se acompasan unos segundos para desajustarse de inmediato, piernas que llegan a lo más alto de sus trayectorias a la vez y que luego no vuelven a coincidir en semejante punto de goce máximo. Cinco de los participantes en este vuelo compartido son hábiles y arriesgados, surcan el aire inclinando sus cuerpos de forma que sus respectivos columpios alcanzan al final de su recorrido un punto tan alto que parece que el asiento va a volcar, dando con su ocupante en tierra. Verlos volar con semejante desprecio a la ley de la gravedad produce entre gozo e inquietud. Pero el que llama mi atención es el sexto participante, un niño que se balancea prudentemente, en un recorrido cortísimo, por completo ajeno a las proezas de sus compañeros. Está allí, pero es como si no estuviera; su papeleta no entra en el sorteo que dicta qué pies se rozarán casi en el punto de confluencia, qué trayectorias seguirán por unos instantes recorridos gemelos. Me pregunto qué llevará a este niño a participar de una forma tan marginal en el juego, si será el miedo o la torpeza o tal vez una forma distinta de experimentar la diversión. Me inspira un poco de lástima verlo así, tan diferente, tan alejado del papel protagonista, tan solo.

Me entretengo contemplando el paisaje marino que la posición del columpio niega a los que se balancean en él y, cuando vuelvo a mirar, me encuentro con que uno de los asientos está vacío. Su ocupante, el más prudente de los niños, está ahora correteando por los alrededores. No me extraña, pienso, se habrá aburrido de ser el que peor lo hace. Entonces veo que el niño ya no está solo, sino que hay varios que lo siguen formando una fila e imitando sus gestos. Tardo un poco en identificar este nuevo juego: corren a cuatro patas, se detienen cada pocos pasos para simular que cavan un agujero y vuelven a correr. En esta simulación canina, el niño bajado del columpio es el rey. Es rápido, se desplaza con singular pericia sobre sus cuatro extremidades, utiliza las manos como palas para abrir agujeros. Los que lo siguen se esfuerzan en imitarlo. Se ha convertido en el jefe de manada. Pienso en la curiosa variación que se ha producido en algunos segundos. Quien andaba rezagado se ha vuelto un líder, quien estaba abajo ocupa ahora el puesto más alto. Como en un columpio. Como en la vida.

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