PONER LA MUERTE EN PALABRAS

En su extraordinario libro El jardinero y la muerte, el autor búlgaro Gueorgui Gospodínov toma como punto de partida el fallecimiento de su padre para llevar a cabo una reflexión acerca del final de la vida y la pervivencia más allá de la desaparición física. Pero llevo apenas unas líneas escritas y ya tengo que precisar dos palabras que he empleado (o no), en una entrada que precisamente tiene como tema central el poder de la palabra. En primer lugar, he estado a punto de denominar «novela» a esta obra, como he visto en varias reseñas, pero El jardinero y la muerte es mucho más: es narración y es ensayo e incluso poesía; es un fragmento de la memoria viva del autor y de su familia, de su país y de una generación de gentes duras y calladas. En segundo lugar, he calificado de «extraordinario» este libro, pertenezca al género que pertenezca, pero me resulta un adjetivo demasiado amplio y desvaído a fuerza de superlativo. Porque este libro es muchas cosas bien concretas: es conmovedor, poético, transferible a la experiencia de cualquier lector. Está escrito con un increíble dominio del lenguaje, con una capacidad inaudita para captar los sentimientos al vuelo y darles forma a través de formulaciones hermosas y certeras. Pocas veces he subrayado más pasajes de un libro. Pocas veces he leído un libro tan deprisa, porque temía que la emoción no me dejara seguir adelante.

Pero vamos con el detalle que es el motivo de esta entrada. Al evocar su propia reacción ante el fallecimiento de su padre, Gospodínov recuerda un sobrecogedor cuadro de Edvard Munch (¿cuál no lo es?) que se titula El niño y la muerte y se exhibe en la Galería de arte de Bremen. Se trata de una pintura al óleo, de forma casi cuadrangular, que muestra una figura infantil que se tapa los oídos con las manos. Es un gesto muy habitual en los niños, que resulta a medias encantador y fastidioso: ¿quién no se ha exasperado al ver que un crío se tapona el canal auditivo cuando no quiere obedecer una orden o escuchar algo que le disgusta? Lo perturbador de esta escena es lo que le sirve de telón de fondo: una figura pálida tumbada en una cama, a la que el pintor ha renunciado a dotar de color y que el espectador identifica de inmediato como una mujer muerta. Lo que el pequeño (o pequeña) protagonista del cuadro no quiere «oír», el suceso del que no quiere darse por enterado, es la muerte.


El niño y la muerte es una nueva versión de un cuadro realizado por Munch poco antes, que tiene el más explícito título de La madre muerta y el niño y que se conserva en el museo dedicado al pintor en Oslo. En este caso, el lecho de la fallecida está rodeado por personajes que conversan o lloran y el gesto del niño, pintado con perturbadora ingenuidad, puede achacarse a su deseo de no oír esas voces que convierten en real lo que no desea que suceda. Porque explicitar el fallecimiento de alguien lo convierte en irremediable.

Estos cuadros de Munch me recuerdan a una anécdota que le oí contar a una periodista hace unos años y que me impresionó vivamente. La periodista en cuestión relataba cómo se había enterado del fallecimiento de uno de los colaboradores del programa de radio que dirigía poco antes de salir a antena. Conmovida, llamó por teléfono a la familia del recién desaparecido y habló con su hija. Le preguntó si quería que diera la noticia a los seguidores del programa. La primera reacción de la hija fue pedirle que no lo hiciera. «Si lo dices, habrá sucedido de verdad», explicó.

No sé si lo habréis vivido: esos instantes de indecisión antes de comunicar la desaparición de un ser querido y poner en funcionamiento el mecanismo de la despedida. En esos segundos o minutos o quién sabe si horas, el que se ha marchado anda aún en torno a nosotros, revoloteando, vivo en la memoria de cuantos lo conocen. Comunicar la noticia es comenzar un proceso de demolición irreparable, el de esa consoladora ilusión de vida. Igual que el pequeño personaje de Munch, nos tapamos los oídos para cerrarle el camino a la muerte. Como afirma Gospodínov, seguimos vivos mientras no hay nadie que conjugue el verbo «morir» poniéndonos como sujeto. No empezamos a morir hasta que alguien pone nuestra muerte en palabras.

Comentarios

  1. Ay, qué ganas de meterme en Gospodínov. Lo elogiáis tanto que me habéis tentado...

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  2. Lo primero que me sale es afirmar que pongo la mano en el fuego a que va a gustarte «El jardinero y la muerte». Con lo difícil que es pronunciarse así respecto a los gustos lectores de los demás, en el caso de este libro único, me arriesgo. Es conmovedor, un prodigio de la palabra, la reflexión y la plasmación de emociones. Solo deseo que no te veas, como yo, impelida a leerlo a toda velocidad porque su impacto sentimental te resulte excesivo. A mí me encantaría haberlo degustado con más tiempo o incluso releerlo, pero no me siento capaz.

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