VIDA NORMAL

—Haga usted vida normal.

Cuando el médico pronuncia estas palabras, el paciente tiene la ilusión de encontrarse ante un juez que lo acaba de librar de la más terrible de las sentencias. El paciente-reo puede volver a la normalidad: no va a quedar impedido de por vida, limitado en sus funciones vitales básicas. Volverá a ser un individuo autónomo y en uso de sus facultades. Y, sobre todo: va a salir de esta. Su existencia ha sufrido una breve inflexión, pero se despliega de nuevo frente a sus ojos como un invitador camino sin explorar. Todo eso está contenido en un sintagma tan vulgar en apariencia. Qué poco emocionante, qué imperdonablemente anodino, pero qué trascendental de pronto. Vida normal. Dos simples palabras que constituyen una sentencia exculpatoria.

Entonces, el médico repite su consigna con una leve modificación.

—Vaya usted haciendo vida normal —dice. Y añade—: En cuanto pueda.

En cuanto pueda. El reo recién puesto en libertad, al que le cuesta un pequeño triunfo levantarse de la camilla en la que ha sido examinado, comprende de inmediato el azaroso mundo de circunstancias que se esconde tras esta apostilla. Porque la vida normal, que unos segundos antes parecía al alcance de la mano, se ha escabullido de repente como un animal a la fuga. El paciente sale de la consulta con su caminar poco airoso, entre contento y meditabundo. ¿Dónde está la vida normal?

La vida normal se esconde detrás de la vertiginosa sensación que produce mirar un tramo de escaleras, convertido por una lesión o una cicatriz quirúrgica o una debilidad de las extremidades en un obstáculo insalvable. Detrás de la repentina hostilidad de las prendas de vestir, cuyos mecanismos de puesta y retirada parecen diseñados para incidir precisamente en el foco del dolor. Detrás del perenne recordatorio de la ley de la gravedad realizado por objetos que se precipitan en tropel a un suelo remoto, del que no pueden ser recogidos. Detrás de la arriesgada actividad de funambulismo en que se convierte mantener el equilibrio en la ducha. Detrás de la ansiedad con la que se espía el avance del reloj hacia la siguiente toma de analgésico. Detrás del mudo desafío de los objetos pesados, inamovibles, pertinaces. Detrás del simple, inocuo, elemental acto de ponerse un calcetín en un pie que, de pronto, está a una distancia que no concuerda con el metro setenta o cincuenta u ochenta que uno recuerda medir en condiciones normales. Si Leonardo da Vinci hubiera realizado un diseño de las proporciones humanas en tiempos de enfermedad, apuesto a que este Hombre de Vitruvio de los dolientes tendría unos bracitos ridículos, de bebé, y unas piernas desmesuradamente largas. Qué reto es ponerse un calcetín. Qué zonas inesperadas de la propia anatomía responden con un pinchazo, un bloqueo o la amenazadora sensación de que se va a soltar un punto. Qué descorazonador ver ahí delante a la pareja, un familiar o un amigo, arrodillado y repentinamente torpe, esforzándose en completar una acción que se vuelve complicada cuando se realiza sobre otro.

Pero no nos desanimemos: detrás de este despliegue de operaciones inanes que colman las horas del convaleciente se encuentra la vida normal. Cada día un poco más cerca. Es una espera emocionada, como la que correspondería al regreso de un amigo muy querido que ha decidido irse a vivir a las antípodas. Añoramos con ansia la aburrida, repetitiva y sin alicientes rutina de la que con tanta intensidad deseamos escapar en tiempos de salud. La prodigiosa vida normal.

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