LECTURAS DE SEPTIEMBRE (2025)
Esta hermosa novela de la
escritora británica Elizabeth O’Connor arranca en las brumosas —y sugerentes—
coordenadas de la indeterminación. El lector desconoce la ubicación exacta del
escenario donde se desarrolla la acción, una agreste isla sin nombre anclada en
una forma de existencia dura y ancestral. Pronto se sale de dudas en la
cuestión cronológica, pero dicha aclaración resulta indiferente: los habitantes
de la isla, esas gentes que no saben nadar y para las que el mar es a la vez
fuente de subsistencia y amenaza mortal, parecen asentadas en un tiempo
impreciso que lo mismo puede ser remoto que cercano, sujetas a hábitos y
actividades cuyo origen se hunde en la noche de los tiempos. La sirena
varada es la primera incursión en la novela de una autora cuya carrera
literaria se ha desarrollado sobre todo en el ámbito de la poesía. Este dato no
es intrascendente, ya que un profundo lirismo atraviesa los breves capítulos
que son como viejas fotografías en las que se captan, detenidos para la
eternidad, la belleza del paraje natural sometido al cambiante poder de las
estaciones y las actitudes de los lugareños, hoscos y herméticos, amparados por
una lengua que pocos hablan y que necesita, como sus mismas costumbres, de una
traducción para ser comprendida por los que vienen de fuera. Este papel de
traductora es el que asume la protagonista y narradora, la joven Manod, cuando
una pareja de investigadores se instala en la isla con la intención de captar,
por medio de fotografías y grabaciones, la esencia de una forma de vida al
borde de la extinción. La fascinación de la protagonista por la pareja de
forasteros, en la que cifra sus aspiraciones de abandonar su tierra natal, es
el hilo conductor de una narración construida sobre delicadas imágenes de
paisajes y sobre los testimonios de los isleños que cuentan sus leyendas y
tradiciones. Y, presidiéndolo todo, la melancólica imagen de la ballena que
queda varada en la costa al comienzo de la historia y cuyo cuerpo, modificado
por los elementos y los seres vivos, es un formidable símbolo del imparable
poder destructor y regenerador de la naturaleza, pero también del inevitable
deterioro de las ilusiones.
«Una tarde, unas tres
semanas después de que me ingresaran, al apartar la vista de la ventana vi a mi
madre sentada en una silla al pie de la cama». Así relata la protagonista y
narradora de Me llamo Lucy Barton el reencuentro con su progenitora, a
la que hace años que no ve, durante su larga estancia en el hospital a causa de
una enfermedad de difícil diagnóstico. Este personaje que aparece en la
habitación como surgido de la nada viene, en realidad, de un mundo que la
protagonista ha dejado atrás, el de su infancia y primera juventud, marcadas
por la miseria y por unas relaciones familiares nada complacientes. La
confrontación entre la madre que permanece sin apenas dormir, vigilante en su
silla, y la joven postrada por una extrema debilidad y que descubre la ternura
del reencuentro es la base de esta novela que es mi primera aproximación a la
narrativa de la autora estadounidense Elizabeth Strout. Me maravilla la
capacidad de ciertos escritores para crear obras intensas sin echar mano de
alardes estilísticos, personajes de rasgos sorprendentes ni impactantes giros
argumentales. Más aún, me maravilla la capacidad de ser original teniendo como
base la simple y llana cotidianeidad. Elizabeth Strout cumple ambas premisas.
Sencillo ya desde el título, Me llamo Lucy Barton es un paseo que la
narradora realiza desde la edad adulta por los paisajes de su juventud. La
infancia durísima en una granja, la marginación en la escuela, la educación sin
concesiones, la extraña forma de afecto que une a su familia, la aparición del que
se convertirá en su marido, el traslado a Nueva York, el nacimiento de sus
hijas: los recuerdos desfilan por la habitación de hospital donde la madre
siempre erguida en su silla y la joven tumbada en la cama dialogan, se
redescubren, chismorrean, se ríen, se pelean. La protagonista, a la vez fuerte
y vulnerable, dotada de la capacidad de observar y siempre necesitada de
afecto, es un personaje memorable. La madre, educada en la sobriedad de las
emociones, dura y a la vez conmovedora en su intento de acercarse a su hija,
también. Con lenguaje claro y preciso y la dosis de emoción justa, Elizabeth
Strout nos las da a conocer a través de sus pequeños gestos y sus diálogos, en
el reducido espacio donde ambas permanecen confinadas, expresivo símbolo de su
estrecha y difícil relación de madre e hija.
La sombra amenazadora de la
plaza de Tiananmén y de los terribles hechos sucedidos en ella en 1989
sobrevuela la segunda parte de la Trilogía negra de Pekín, de Diane Wei
Liang, del mismo modo que las mariposas que aparecen en su melancólico y
sugerente título. Gran parte de la novela está construida sobre dos hilos
narrativos en principio inconexos: el que sigue a Lin, un hombre joven que sale
de la cárcel tras cumplir su condena por su participación en las protestas
estudiantiles, y el que nos lleva a reencontrarnos con Mei Wang, la resuelta
investigadora privada a la que conocimos en El ojo de jade, primera
parte de la trilogía. Como ya sucedía en esta última, Mariposas para los
muertos es una novela negra en la que interesan más la captación de
ambientes y la exploración de la psicología de los personajes que la resolución
del crimen. Nuestra íntegra y decidida Mei, que vive con el peso de no haberse
unido a sus compañeros universitarios en la protesta que desembocó en una
masacre y una represión brutales, tiene la oportunidad de compensar su antigua
inacción resolviendo un misterio que implica al preso recién liberado. «Algún
día vas a ser más valiente que todos nosotros, pero lo harás a tu modo», le
dice una antigua compañera de la universidad a Mei en un momento de la
historia. Y así es: la joven que contempló la revuelta desde fuera, al amparo
del puesto que ocupaba en ese momento en el Ministerio de Seguridad Pública,
dispone ahora de la libertad que le brinda su trabajo en el sector privado para
sacar a la luz secretos que poderosas fuerzas pretenden mantener ocultos. Y lo
hace sin atender a presiones ni amenazas; es, como bien le dice su amiga, muy
valiente «a su modo». Resulta conmovedora la línea de solidaridad que se
establece entre Lin, el preso que lo ha perdido todo y que regresa a un mundo
que ya no es el suyo, y la investigadora que le sigue los pasos, estremecida
por la dureza de su destino. En pos de ambos camina el lector, adentrándose en
rincones inaccesibles de Pekín, lo mismo accediendo a clubs exclusivos que
participando en ritos tradicionales, y, sobre todo, explorando el laberíntico
entramado de los hutongs, callejones del casco antiguo donde perviven
formas de vida ancladas en el pasado. Un ambiente oscuro, en parte sórdido y en
parte fascinante, sobre el cual Mei, privada por un accidente de su habitual
ayudante Gupin, se esfuerza por arrojar luz. Y así lo hace. Con estas delicadas
palabras describe la autora al final de la historia un amanecer que resulta
altamente simbólico: «Una sinfonía de luz y color estaba siendo interpretada en
el horizonte. El amanecer se elevaba a través de la niebla de la mañana».
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