LA MÚSICA Y EL LLANTO
Pensé:
voy a escribir sobre algo bonito. Así lo califiqué mentalmente, con ese
adjetivo amable y poco preciso, un poco infantil, con el que definimos la
belleza fácil de apreciar, lo grato sin complicaciones, lo tranquilizador.
Pensé que quería escribir sobre algo bonito y, casi de inmediato, me vino a la cabeza
una escena que llevaba meses almacenada en mi memoria, a la espera de que
llegara su momento. La protagonizan dos encantadoras figuras juveniles aposentadas
en un espacio estrecho y abarrotado. La profusión de objetos que rodea a estos personajes
tiene relación con la música: instrumentos que sujetan con sus manos o que
descansan sobre el suelo, junto a una partitura abierta. Él y ella cruzan una
mirada de complicidad, llena de afecto. Están, no nos cabe duda, a punto de
interpretar a dúo una deliciosa pieza musical. O tal vez no debería haber
escrito «él», porque el personaje en principio masculino que le hace una
indicación a su compañera despliega sobre el cortinaje oscuro del fondo unas
hermosas alas blancas. Es la criatura sobrenatural que acompaña a la patrona de
la música en un cuadro titulado con los nombres de sus dos protagonistas: Santa
Cecilia y el ángel.
El pintor barroco Carlo Saraceni realizó a comienzos del siglo XVII esta versión de un tema de larga fortuna, la alianza entre la santa romana y una o varias figuras angélicas que la acompañan en su interpretación musical. Lo extraordinario de la visión de Saraceni, aparte de la indudable belleza de los dos personajes, es la relación de complicidad que se establece entre ellos. No vemos a una santa hermosa y altiva, secundada por un angelito que la observa con arrobo o se limita incluso a sujetarle la partitura, como si de un atril se tratara. Aquí vemos a dos jóvenes sumidos en una actividad compartida que les entusiasma —no hay más que ver el gozoso desorden que los rodea—, intercambiando puntos de vista, mirándose a los ojos como solo lo hacen los amigos de verdad. Ella está ajustando las cuerdas de su laúd y él le está hablando con un gesto de familiaridad, apuntándola con un dedo que casi roza el hombro de la muchacha. Si no fuera por las preciosas alas que ocupan gran parte de la composición, creeríamos estar presenciando una charla entre colegas o el momento previo a una interpretación musical ejecutada por una pareja de hermanos.
Este
cuadro se exhibe en el Palacio Barberini y allí lo descubrí hace unos meses en
mi último viaje a Roma. Es un remanso de encanto y delicadeza ante el que se
hace inevitable detenerse. Yo lo hice largo rato, a pesar de que las
innumerables maravillas que forman la colección me estaban reclamando. Mucho
que ver y un tiempo que nunca es suficiente, pero estos dos muchachos unidos
por la amistad y la música me retuvieron junto a ellos más de lo esperable. Hice
un buen número de fotos que presentan indeseados reflejos en lugares siempre
inoportunos (todos lo son) del lienzo. Por ello me he visto obligada a buscar una
reproducción en Internet, con la dificultad de que casi ninguna le hacía
justicia al bello colorido original. En esa búsqueda he descubierto dos cosas.
La primera, que esta pintura, cuyo autor era hasta ahora un desconocido para mí,
ha sido reproducida hasta la saciedad en portadas de discos y en carteles anunciadores
de conciertos. La segunda, que no es la única que Carlo Saraceni dedicó a esta
pareja tan humana dentro de su divinidad. Y es aquí donde termina la música y
empieza el llanto.
En
torno a 1610, año aproximado de la realización de Santa Lucía y el ángel,
Saraceni pintó la continuación de la historia de los entrañables compañeros
músicos. Se trata de un cuadro un tanto enigmático, sobre cuya localización he leído
versiones distintas (el Museo de Arte de Los Ángeles y una colección particular
en Londres) y del que solo he encontrado una reproducción. Pero creedme:
localizarla ha sido una experiencia amarga. Porque en este cuadro aparecen de
forma inequívoca nuestros dos jóvenes protagonistas, en una situación que dista
mucho del apacible compañerismo del primero de los cuadros. Él ha perdido su túnica
roja y está apenas tapado por una tela blanca que se sostiene mágicamente en el
aire. Todo él está flotando, en realidad. Sus bellas alas se despliegan en un
agitado escorzo. Su mano izquierda, la que en el cuadro anterior rozaba casi el
hombro de Cecilia, se apoya en una nube que le sirve de sustento. Con la otra,
está señalando hacia arriba, hacia el cielo. Porque ese es el camino que se
dispone a seguir su compañera, que ha cambiado los azules de su vestimenta por
el rojo de la sangre y la muerte. El cuadro se titula El martirio de Santa
Cecilia y recoge el instante en que la joven está a punto de caer bajo la
espada de su verdugo. En un detalle conmovedor, Saraceni pinta una partitura y
varios instrumentos musicales, abandonados en el suelo. Terminó la música, pero
no el afecto incondicional de la pareja. Al contemplar esta escena por primera
vez, me vino a la cabeza el sobrecogedor final del soneto de Petrarca dedicado
a la muerte de Laura en el que el poeta resume así los efectos de la marcha de
su amada: «mi lira yace convertida en llanto». Cuánta belleza. Qué desolación.
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