LECTURAS DE AGOSTO (2025)
Philippe Claudel abre el
telón de su más reciente propuesta narrativa en un punto indeterminado del
imperio austrohúngaro, en el último tercio del siglo XIX. Y digo que «abre el
telón» de forma consciente, porque lo que aparece frente al lector desde los
primeros párrafos de El crepúsculo es un escenario teatral habitado
por criaturas que rozan lo esperpéntico, descritas por su creador con una
mezcla de desapego y furiosa expresividad. Claudel está en lo alto, dominando
los hilos de la trama y las almas de sus personajes, habitantes de un mundo
oscuro y no del todo real que, sin embargo, nos habla de la realidad de forma
harto elocuente. Sentado en el patio de butacas, el lector asiste a las
evoluciones de estos seres de rasgos exagerados que tejen entre todos, con sus
defectos y debilidades, con sus vicios y miserias, una trágica farsa. Como ya
sucedía en obras anteriores del autor —Almas grises y El informe
de Brodeck—, Claudel nos lleva muy lejos, a los territorios imprecisos de
la fábula, para construir historias que nos alcanzan de lleno. Y, una vez más,
se sirve para ello de recursos propios de la novela negra. La acción de El
crepúsculo comienza cuando un policía resignado a una carrera sin lustre
en un pueblo insignificante se encuentra con lo que le parece el caso de su
vida, el inexplicable asesinato del sacerdote católico de la localidad. Apoyado
por su ayudante, el sencillo y entrañable Baraj, emprende una investigación que
adentra a ambos en terrenos pantanosos. En una comunidad mixta, compuesta por
una mayoría cristiana y un pequeño grupo de musulmanes, es fácil que el crimen sea
interpretado en clave de odio religioso. Claudel pone así en pie una
estremecedora reflexión sobre el hostigamiento a las minorías y sobre los mecanismos
ocultos que controlan y alientan el rechazo al diferente. Es un escritor que me
gusta mucho y me alegra decir que con este libro me ha proporcionado una
intensa experiencia de lectura. Me encantaría poder decir también que esta parábola
terrible, escrita sin concesiones y con una prosa poderosa, no está de
lamentable actualidad.
Cuando tenía cincuenta y
cuatro años, Isaac Newton dejó su cátedra en la Universidad de Cambridge para
convertirse en administrador de la Casa de la Moneda de Londres. Se trataba de
un puesto en principio sin complicaciones, asociado tradicionalmente a
personajes poco proclives al trabajo y que lo asumían como una fuente de
ingresos que llevaba aparejado escaso o nulo esfuerzo. Pero la casualidad quiso
que el gran físico accediera al cargo en un momento complicado, en el que la
escasez de moneda y las irregularidades en el peso de las piezas antiguas
obligaron a llevar a cabo un complejo proceso de reacuñación. Newton se
convirtió así en un baluarte de la reforma del sistema monetario inglés, en un
incansable rastreador de fraudes y un azote de falsificadores. Esto es real:
sucedió en 1669. Es de esas jugosas anécdotas históricas que dan enorme juego al
narrador hábil que sabe aprovecharlas, como sucede con Philip Kerr y su novela Materia
oscura. Los hechos están narrados por otro personaje real del cual apenas
se tienen noticias, Christopher Ellis, a quien Kerr convierte en un joven más inclinado a la vida disipada y a los duelos que a su carrera de abogacía, y al
que el recién nombrado administrador reclama para que le sirva a la vez de
ayudante y de guardia personal. Porque lo que parecía un aburrido trabajo
burocrático ha resultado ser una peligrosa empresa sembrada de delitos, gente
sin escrúpulos e incluso asesinatos. La Torre de Londres con su abigarrada
fauna humana y sus tenebrosos recovecos es el escenario perfecto para una
intriga enrevesada, enigmática, llena de desafíos lanzados al más inteligente
de los hombres de su época, que se nos revela como un sagaz desentrañador de
misterios, en la línea de Sherlock Holmes y del padre de los detectives
literarios, el Auguste Dupin de Poe. La pareja formada por el sabio maduro, de
mente brillante y actitud nada convencional, y el joven poco versado en
cuestiones intelectuales pero dotado del don de la curiosidad, funciona con
eficacia y adentra al lector en un mundo oscuro, violento, a la vez fascinante
y atroz, que repele con su crudeza a la sensibilidad moderna pero que,
gracias a la pericia del autor, es imposible abandonar hasta la última página.
«Este libro no tiene un
género obvio, debe construirlo por sí mismo», afirma el autor búlgaro Gueorgui
Gospodínov casi al final de su extraordinaria obra El jardinero y la muerte.
Así es: el desconsuelo del escritor por el fallecimiento de su padre cristaliza
en un libro que es una narración, pero también contiene elementos ensayísticos
e incluso poéticos. Los hechos de la vida del difunto se entremezclan con
hondas reflexiones sobre la muerte y con destellos de intenso lirismo que
recogen los sentimientos del hijo. El padre de Gospodínov, como este hace notar
repetidas veces, perteneció a una generación de personas criadas en la
resistencia y la austeridad y poco dadas a la exhibición de las emociones; una
generación de padres que se sacrificaron y lucharon por unos hijos a los que
mostraron su amor a través de sus actos y muy poco por medio de palabras y
gestos convencionales de afecto. En correspondencia, el hijo escritor, crecido
en otro entorno y educado en una sensibilidad distinta, erige con sus palabras
un hermosísimo monumento a este hombre esforzado y entrañable, en uno de los
más emocionantes homenajes póstumos que he leído jamás. Evoca así los
principales hechos de su existencia, reproduce las divertidas anécdotas que
solía contar y que operan como un bálsamo contra el dolor, da cuenta del nuevo
significado que adquiere el devenir diario tras su partida y levanta testimonio
de la orfandad que experimentan no solo sus seres queridos, humanos y animales,
sino también su escenario cotidiano, privado de sentido con la desaparición de
su principal actor. La actividad favorita del difunto, el cuidado de su jardín,
da pie a una poderosa imagen que atraviesa todo el libro: las plantas como
símbolo de la regeneración perpetua, de la indiferencia de la naturaleza frente
a la extinción individual, del eterno ciclo de la decadencia y el renacimiento.
Y, frente a ese mecanismo superior e inexorable, la profunda melancolía por la
desaparición de los seres concretos. «La muerte es un cerezo que madura sin
ti», afirma el autor en una de las maravillosas formulaciones que siembran sus
páginas. Y también, con extraordinarias expresividad y contención: «Mi padre
era jardinero. Ahora es jardín».
Comentarios
Publicar un comentario