LOS ESCENARIOS DEL JUEGO

Nunca hasta ahora lo había fotografiado, a pesar de que mis paseos estivales me llevan desde hace años a pasar frente a él. Me lo he encontrado cubierto de nubes grises, bajo una lluvia tenue o bañado por el sol benéfico del norte, pero siempre vacío. Es un campo de deporte de condición híbrida, que dispone de las líneas de una pista de tenis, de una canasta de baloncesto y no sé si de alguna peculiaridad más que lo hace idóneo para diversos juegos que cesaron hace tiempo. Porque, a pesar de que está anexo a un chalé habitado, este espacio no tiene nunca jugadores y está siendo inundado por la vegetación que emerge de las grietas del suelo y se expande libremente por sus vallas. Este mes de julio, la hiedra de tonos rojizos que adorna uno de sus pilares prendió mi atención y me detuve a observarlo: las manchas que van aflorando en el asfalto, las piedras desprendidas del muro que nadie se ha molestado en retirar. Este recinto en desuso está sin embargo rodeado por una alambrada impecable. No cabe duda de que los dueños de la casa se preocupan de cuidarla; solo el lugar destinado al esparcimiento físico ha caído en manos de la decadencia. Los jugadores que lo llenaron de gritos y carreras se han marchado, me temo, hace mucho. Desde entonces, el juego se mantiene en un tiempo muerto que se prolonga hasta la actualidad.

Prosigo mi paseo mientras mi pensamiento deriva hacia los escenarios de mis juegos de niña. Los parques plenos de desmontes en los que mi bicicleta y yo afrontábamos descensos que se me antojaban vertiginosos. Los patios de las casas de amigas donde deliciosas camadas de gatitos se sucedían para nuestro solaz y preocupación. La piscina de una vieja urbanización en la que me ejercité en el arte de los saltos y, en ocasiones, en el de la imprudencia. Aquella terraza frente al mar donde pasaba las largas tardes de veranos que, contra todo pronóstico, resultaron no ser eternos. Hay uno de estos lugares que casi diría que me obsesiona: el patio de mi colegio, un recinto estructurado en dos pisos, herencia del palacio que el edificio fue en tiempos. Este espacio se ha impuesto en mi recuerdo hasta el punto de colonizar mis sueños. Así, con frecuencia hago visitas nocturnas en el curso de las cuales recupero el empedrado que dejó su impronta en mis rodillas durante toda la infancia, los rosales que cuidaba un jardinero manco más bien malencarado, las desiguales escaleras de ladrillo que unían los dos niveles, el pasillo lleno de cubículos para almacenar trastos que resultaban perfectos para furtivos juegos de escondite, los postes destinados en origen a ser soporte de plantas trepadoras pero que se convertían durante el recreo en aparatos de maniobras gimnásticas. Nunca he sido más feliz que agarrada a una de esas barras, dando vueltas y vueltas en un casi vuelo al que, supongo, la magia del recuerdo ha otorgado una condición acrobática. Hace años que el edificio que albergaba mi colegio fue adquirido por una universidad privada y sometido a unas largas obras de reforma. Cada vez que paso frente a su puerta, me asalta la tentación de entrar y pedir permiso al conserje para asomarme al patio y, de paso, al meollo de mi felicidad de niña. Nunca lo haré. Temo que una aséptica remodelación haya acallado para siempre las voces infantiles, los pasos en tropel escaleras abajo, la gozosa carrera que desembocaba en un recreo que prefiero dejar así, a punto de empezar, suspendido para siempre en mi memoria.

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