LOS ANIMALES DE VERONÉS
Observo atentamente la
pintura instalada en el techo del museo. Ninguno más de los escasos visitantes
—es una tórrida tarde de agosto— lo hace; apenas alguno lanza un rápido vistazo
al pasar. En realidad, tiene sentido: se trata de una simple reproducción,
rodeada de maravillas originales. Estoy en la exposición dedicada a Veronés en
el Museo del Prado, en una sala donde se despliega lo más fastuoso de este
artista tan dado a las arquitecturas deslumbrantes y a la disposición
coreográfica de los personajes. De las paredes penden cuadros enormes y
espectaculares, algunos venidos de lejos y que no había tenido ocasión de
contemplar en vivo, pero el caso es que me cuesta apartar los ojos de la imagen
del techo. Se trata, como ya he dicho, de una reproducción, en concreto de los
frescos creados por el pintor para decorar la Sala del Olimpo de Villa Barbaro.
Con
esta nueva perspectiva, reviso las salas de la exposición que ya he visto y
afronto las que me quedan por ver. Descubro así que, de la mano de Veronés,
figuras de animales ocupan puestos de privilegio en escenas protagonizadas por egregios
personajes. Los Cupidos que con frecuencia pueblan sus cuadros mitológicos
perturban los amores de su madre, la bella Venus, jugando con perros o incluso
trayendo un caballo para que el galán, el belicoso Marte, adelante su partida.
En los retratos grupales, los niños dedican su atención al miembro de la
familia más importante para ellos: el perro. Otros niños se distraen jugando
con un conejo mientras Jesucristo, recién resucitado, se manifiesta ante los
discípulos de Emaús. Exóticas aves coloridas se posan en las cornisas de los
edificios en los que se desarrollan solemnes —o no tanto— episodios bíblicos.
El violento raptor que es Júpiter se transforma en una apacible criatura
coronada de flores para captar el favor de Europa. Una peculiar cabra que
parece emerger del suelo contempla, desde el primer plano del cuadro, la unción
del rey David. Se diría que es el principal testigo. Tal vez lo sea. En el fabuloso mundo de
Veronés, no hay criatura insignificante.
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