LECTURAS DE MAYO (2025)
«Qué
raros son los recuerdos que nos hacen disfrutar de una felicidad de la que no
nos dimos cuenta y con la que no fuimos felices». Así reflexiona Rosario, la
protagonista y narradora de Una palabra tuya de Elvira Lindo, en el
curso de la evocación de su trayectoria vital. Desde los últimos años de la
treintena y en una posición incómoda conformada por pérdidas personales, un
futuro laboral nada halagüeño y unas relaciones amorosas siempre
insatisfactorias, esta mujer que no se acepta a sí misma («No me gusta ni mi
cara ni mi nombre», afirma tajantemente en el arranque de la novela) dirige la
mirada hacia atrás para desentrañar las raíces de su amargura. En ese ejercicio
de revisión desfilan, con la libertad que proporciona el vuelo de la memoria, escenas
del pasado lejano o más reciente, los recuerdos de una vida familiar marcada
por el desafecto, el abandono del padre y la incomprensión de la madre, la
pérdida de las aspiraciones laborales, la difícil relación con los compañeros
de trabajo y la figura siempre presente de Milagros, la amiga eterna, la
persona al margen de las convenciones, conmovedora en su empeño de ser feliz a
pesar de sus circunstancias adversas. Es inolvidable la imagen de estas dos
mujeres unidas por el aislamiento y por un afecto disparejo, recorriendo las
calles de Madrid desde el amanecer, armadas con sus utensilios de barrenderas.
Milagros y Rosario forman una de esas parejas desiguales que tan bien funcionan
en la literatura: la luz y la oscuridad, la ilusión y la amargura, la divina
inconsciencia frente al más represivo de los autocontroles. Los episodios de su
relación, que van desde el colegio hasta su condición de compañeras en un
trabajo duro y humilde, jalonan el viaje de Rosario a través de su pasado y son
narrados por Elvira Lindo con humor y dureza, en un delicado equilibrio entre la
anécdota divertida o disparatada que hace sonreír al lector y el zarpazo cruel,
pleno de realidad, que deja su sonrisa congelada.
Argentina,
últimos años de la dictadura. Un hombre mata a otro por cuestiones económicas.
El asesino, un tipo bien relacionado socialmente, acude a un amigo militar para
que lo saque del apuro. El amigo no lo duda y le dice que se deshaga del cuerpo
dejándolo en un sitio donde se hallan los cadáveres de varios disidentes
fusilados. Nadie se fijará en un muerto más en el clima de terror que asola el
país. El horror institucionalizado camuflando el horror particular: un plan
perfecto. Pero los dos artífices de esta infame artimaña no cuentan con la
intervención del comisario Lascano, apodado «El Perro» por colegas y
delincuentes, un policía de métodos nada convencionales, valiente, tenaz y
honrado dentro de su particular interpretación de la legalidad. Lascano no pasa
por alto ni un solo cadáver y se lanza de cabeza a resolver un caso que —el
lector lo sospecha desde el principio— lo conducirá a territorios oscuros y
peligrosos. Este es el planteamiento de Crimen en el Barrio del Once de
Ernesto Mallo, primera entrega de la saga protagonizada por el comisario
Lascano, al que conocemos en un momento duro de su existencia, intentando salir
a flote tras la inesperada muerte de su esposa. Con frecuencia la novela negra
presenta un crimen que sacude la rutina aparentemente apacible de una familia o
comunidad y deja en evidencia la fragilidad de los cimientos que sustentan las
relaciones entre sus miembros. Ernesto Mallo parte del supuesto contrario y
sitúa su historia en un entorno brutal, donde el asesinato y la violencia son elementos
cotidianos y el turbio entramado de las relaciones humanas está a la vista de
todos. Como decía al principio de la reseña, la dictadura militar está dando
sus últimos coletazos cuando empieza esta historia, pero sus personajes no lo
saben y todos —perseguidores y perseguidos, comprometidos e indiferentes,
infames y heroicos— se van enredando en un implacable engranaje de miedo y
crueldad. La persecución de los disidentes, la impunidad de los adeptos al
régimen, la corrupción de los funcionarios y los abusos a los débiles, robos de
bebés incluidos, son aspectos que Ernesto Mallo va incluyendo en la trama en
esta novela que tiene mucho de vívido fresco de una época terrible.
Subsano
una omisión imperdonable leyendo por fin La carretera, del escritor estadounidense
Cormac McCarthy, y lo hago con absolutos asombro y admiración. El argumento es
de sobra conocido: un padre y un hijo sobreviven en un escenario
postapocalíptico en medio de penalidades extremas, siguiendo el curso de una
carretera que los conduce a una más que dudosa salvación y que es el punto de
encuentro con otros seres humanos, vulnerables como ellos, amenazadores o, en
alguna ocasión, una perturbadora mezcla de ambas cosas. Dado que esta novela se
publicó en 2006, se inscribe en una larga estirpe de historias que describen las
más variadas e imaginativas derivas de un mundo asolado por una hecatombe.
Desde un planeta dominado por simios hasta una humanidad que lucha por
conseguir agua, convertida en el bien máximo y escaso, la literatura, el cine y
el cómic nos han brindado (y nos seguirán brindando) oportunidades sobradas de
sufrir con las aventuras de supervivientes al apocalipsis, pero dudo que exista
una crónica tan brutal y conmovedora como esta que relata el viaje de padre e
hijo, «cada cual el mundo entero para el otro», como los describe el novelista.
Es inolvidable la imagen de los dos personajes empujando un carrito de la
compra con sus escasas pertenencias por paisajes cubiertos de ceniza, luchando
por obtener comida en fantasmagóricos edificios abandonados, sometidos a la
constante incertidumbre de si el rastro de otros supervivientes los conducirá
al desastre. El contraste entre la confiada mirada del niño y el realismo del
padre, abocado a la dureza y la insolidaridad para salvar a su hijo, nos dice
mucho sobre la condición humana. Todo en esta novela impresionante nos habla en
realidad de lo que somos: animales asustados, lastimosamente dependientes de
las condiciones materiales; fieras salvajes que defienden lo suyo frente a los
deseos ajenos de sobrevivir. «Tal vez en su destrucción sería posible al fin
ver cómo estaba hecho el mundo», reflexiona el protagonista con dolorosa
lucidez.
Tu blog es una ventana abierta por la que se cuelan libros, cuadros, pájaros, árboles y otras maravillas. Por favor no la cierres nunca...
ResponderEliminarY por esta ventana abierta también se cuelan preciosos comentarios como el tuyo. Solo por eso, cerrarla sería un error. Gracias por tus palabras de aliento, querida (y para mí no tan anónima) lectora.
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