SI EL VAGÓN DE METRO FUERA EL MUNDO

Si el vagón de metro en el que viajo fuera nuestro planeta, resultaría que tres cuartas partes de la población mundial pertenecerían al sexo femenino. Siguiendo con esta extrapolación de lo mínimo a lo general, se podrían obtener también las siguientes estadísticas:

El 91,7% de las personas fija su mirada en algo al margen de su entorno apenas toma asiento y carece de una ocupación inmediata. De esa masa absorta, el 72,7% elige como foco de atención la pantalla de su móvil. El 27,3% (oh, sorpresa) prefiere el libro en papel. Este último grupo está formado al 100% por mujeres.

Solo el 8,3% decide no abstraerse. Este escaso porcentaje de población permanece en posición erguida, moviendo la cabeza para observar alrededor, deslizando la mirada sobre sus congéneres sin encontrar casi nunca —las cifras hablan— otra mirada humana a la que evitar con incomodidad o con la que establecer un contacto indiferente y educado o quién sabe si de cierta complicidad.

Pero esto de lo que estoy hablando no es la población mundial, ni siquiera una muestra mínimamente representativa, sino una docena de pasajeros que viajan juntos en el ramal que une la estación de Príncipe Pío con la de Ópera. El trayecto es corto y a esta hora el metro no está concurrido, con lo que las doce personitas en cuestión van plácidamente sentadas. Diez de ellas han abierto bolsos y mochilas apenas se han acomodado y han extraído artilugios diversos para entretener tan breve viaje. Lo han hecho con la rapidez de un pistolero que desenfunda frente al peligro. No sé si ese peligro es el aburrimiento o la posibilidad de saberse sometido al escrutinio ajeno. La pasajera número once ha tardado un poco más. Es una señora de edad madura, que va sentada en el asiento que está justo enfrente del mío. Se ha puesto a manipular una bolsa de tela con un bonito dibujo a color de la bahía de Nápoles. Como todo el mundo ha hundido la cabeza en sus respectivos medios de entretenimiento y ella es el único ser humano que muestra signos de animación, la observo con cierta curiosidad. Entonces la señora hace algo que de forma definitiva llama mi atención: extrae de la bolsa un volumen de la editorial Libros del Asteroide. De inmediato intento leer el título; se trata de una de mis editoriales favoritas y procuro estar al tanto de las novedades que publica. La señora ha debido de captar mi interés, porque me sonríe antes de sumergirse en la lectura.

A estas alturas, el metro se ha puesto en marcha y en el vagón reina un silencio digno de una biblioteca. Es entonces cuando me doy cuenta de que la cordial lectora de Asteroide no es la única persona que porta un libro en papel; una mujer sentada a mi lado ha sacado otro de su bolso y al extremo del vagón, junto a la cabina del conductor, una chica ha adoptado una postura curiosa, con las piernas cruzadas en un ángulo tan exagerado que una rodilla le queda cerca de la cara. Sobre ella, como si se tratara de un atril, apoya un libro muy voluminoso. Pienso que llevo un tiempo observando este regreso a la lectura previa al mundo digital. He llegado a ver por los pasillos del metro un llamativo espécimen lector, el que realiza el transbordo o se dirige hacia la salida con la mirada fija en un libro cuya lectura no es capaz de abandonar. Estos lectores errabundos me suscitan identificación y ternura. Yo soy de las que deambulan por casa con los ojos fijos en una página, chocando en ocasiones con esquinas y marcos de puertas o asustando gatos a los que no tengo posibilidad de sortear. Nunca me he atrevido, sin embargo, a sacar ese hábito mío al mundo exterior.

Pero volvamos al micromundo del vagón de metro. Tenemos a once individuos viajando en perfectos silencio y concentración. Los únicos hombres —tres— van pendientes de la pantalla de su móvil. Cinco mujeres hacen lo propio. Otras tres van leyendo sus libros de papel: la señora madura, la mujer algo más joven sentada junto a mí y la muchacha que se ha aposentado con la misma desenvoltura que si estuviera en su habitación. No se oye ni una mosca. Casi me da pena oír la voz que anuncia por megafonía la inminente llegada a la estación de destino.

Creo que es obvio que el 8,3% de esa hipotética población mundial de la que hablaba al principio, ese tímido porcentaje de gente que observa y atiende a lo que sucede alrededor, está formado por una sola persona, que es quien escribe estas líneas. Me acongoja un poco tan solitaria estadística, pero me consuela pensar en la mirada que me lanzó brevemente la lectora de la editorial Asteroide. Ese atisbo de complicidad, ese vestigio de antiguas relaciones entre desconocidos, no hay forma de traducirlo en cifras.

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