EL VALS ETERNO
Durante
muchos años, tuve un sueño recurrente que, para variar, no era angustioso ni
perturbador, como los que suelen martillear esta cabeza tortuosa mía durante las
horas de descanso. Os lo voy a describir. Me encuentro en un gran salón de
suelo reluciente, rodeado de espejos. Voy ataviada con un vestido largo hasta
los pies, cuya falda tiene un vuelo extraordinario. Por lo que puedo ver mirando
hacia abajo (mi imagen no aparece reflejada en los espejos en ningún momento;
tal vez me he convertido en un vampiro), es un vestido que tiene un aire
decimonónico pero que está fabricado con un tejido sorprendentemente vaporoso,
como si la indumentaria de una de esas heroínas de Flaubert o Tolstoi que
llenaron el imaginario de mi adolescencia se hubiera vuelto liviano con la
ligereza que proporcionan los sueños. Porque esta imagen de la sala y la falda
que vuela empezó a acompañarme por las noches hace muchos, muchos años, cuando
era una lectora voraz y quizá un poco prematura de los escritores realistas del
XIX.
Pero
volvamos al salón lleno de espejos. No estoy sola en el sueño; me acompaña un
individuo de sexo masculino cuya identidad nunca me ha quedado clara. Por la
misma extraña razón que me impide verme reflejada en los espejos, a él no le
veo la cara, pese a que está a poca distancia de mí. Porque lo que este
desconocido y yo hacemos durante toda la duración del sueño es bailar un vals
que nos lleva a recorrer la enorme sala con inauditas sincronización y pericia.
Al compás de una música venida de no se sabe dónde (no hay nadie más en la sala),
nos desplazamos con soltura, como si lleváramos bailando juntos toda la vida o
como si fuéramos una sola persona. En cada giro, la falda de mi vestido vuela;
mi compañero y yo nos deslizamos como si el suelo estuviera hecho de hielo. Las
leyes físicas que imponen su tiranía en la realidad se han mudado a otras evocaciones
nocturnas más pesarosas. Llegué a amar este sueño que me volvía liviana como
una pluma y que se presentaba cada cierto tiempo para aliviarme de otros en los
que preparo equipajes imposibles que me hacen perder aviones, me examino de
nuevo de materias que creía haber aprobado hace mucho o me toca salir a escena
a interpretar un papel que no me he aprendido.
Me
acuerdo ahora de este sueño del baile porque ayer, cuando recibí la noticia de
la desaparición de la actriz Claudia Cardinale y me puse a repasar imágenes de sus
películas, me encontré inevitablemente con un fotograma de El gatopardo en
el que, ataviada con un vestido blanco sobrenatural, baila un vals con Burt
Lancaster, el epítome de la elegancia. Ellos fueron el príncipe Fabrizio Salina
y su ahijada Angelica Sedara en la adaptación de la novela de Lampedusa
realizada a principios de los sesenta por el gran Luchino Visconti. Recuerdo
que yo llevaba mi carpeta de estudiante decorada con el cartel de esta película,
entre otras. Era una jovencita bien rara: no solo leía a los novelistas del
XIX, sino que me encantaba el cine clásico.
He
vuelto a ver la célebre secuencia del vals de El gatopardo. No tiene
desperdicio. La bella a la vez deslumbrante y natural que fue siempre Claudia evoluciona
por un salón espléndido, llevada por el actor con mejor planta de caballero que
recuerdo haber visto en una pantalla. Los rodea una corte de personajes que reaccionan
a la danza de la joven y el hombre maduro. Hay abanicos que se baten a ritmos
distintos, al hilo de las emociones de sus dueñas; hay rostros de invitados que
muestran admiración, fastidio o la más profunda de las envidias. Hay planos de
Alain Delon (el prometido de Angelica) manteniendo el tipo a duras penas para
contener su inseguridad y sus celos. Y, sin embargo, Burt y Claudia, el
príncipe y su ahijada, parecen estar solos en medio de la maledicencia y la expectación.
Dialogan, se miran a los ojos, se sonríen, bailan con pasmosa facilidad. Se me
ocurre de repente que ellos son el germen de mi sueño de adolescencia, en el
que borré el entorno social y me quedé con el vestido prodigioso y la
sincronización de la pareja. Hacía mucho que no me acordaba de este sueño,
porque hace años que no lo tengo. Se marchó un amanecer, sin más, igual que lo
hizo aquel otro sueño de infancia en el que sentía con un realismo
impresionante la sensación física de volar. Tal vez ese despojamiento de los
sueños que nos hacen más libres sea uno de los síntomas de la madurez. Claudia Cardinale
y Burt Lancaster, en cambio, seguirán bailando su vals para la eternidad.
Maravilloso y consolador poder el del cine, ese sueño que dura para siempre.
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