«Quiero
que la pintura actúe como si fuera carne», afirmó Lucian Freud
en 1982, tras cuarenta años de carrera. La exposición del Museo Thyssen,
subtitulada Nuevas perspectivas, recorre la obra del artista desde un
autorretrato temprano, pintado a los diecisiete años, hasta otro realizado con
casi ochenta. Con un hilo conductor que combina el criterio cronológico con el
temático, el visitante puede seguir la evolución de ese anhelo de Freud por
reflejar la corporeidad, por hacer que la sustancia del ser humano, la carne, y
la de la pintura, las pinceladas sobre el lienzo, sean una misma cosa. Es un
viaje intenso y apasionante, que sitúa al espectador frente a la frágil
materialidad de las personas, frente a su dolor y soledad, pero también frente
a la fuerza de las relaciones (humanas y no humanas) que proporcionan una base
sólida de apoyo.
Los
modelos de los cuadros de Freud son captados con frecuencia en momentos de
abandono, rendidos al sueño o al cansancio. Se exponen de una forma tan franca
a nuestra mirada que producen una conmovedora sensación de vulnerabilidad. Su
carne está creada a base de pinceladas enérgicas, que parecen estar en
movimiento y nos remiten a un irreversible proceso de deterioro. De alguna
forma, estas figuras dormidas o ausentes parecen estarse «deshaciendo» frente a nuestros
ojos, víctimas del paso del tiempo. Encontramos ese contraste entre inmovilidad
y deterioro en Retrato doble, una de las múltiples pinturas de Freud que
captan la relación entre dos figuras retraídas sobre sí mismas pero a la vez
profundamente vinculadas. La presencia de los perros es una constante en los
cuadros de este artista; están retratados con mimo y detalle, y resultan un
reducto de ternura en un universo inquietante y perturbador. Esta mujer sumida en el sueño tiene la más sólida y fiel de las compañías: los puntos de contacto
entre ambos personajes (el hocico sobre la mano, las patas entrelazadas con el
brazo) son un asidero frente a los vaivenes de la existencia. Se me ocurre
también que el dueño de la colección privada a la que pertenece este cuadro
hallará paz en su contemplación frente a los reveses de la vida.
A
los setenta y nueve años, Freud nos regala este emocionante autorretrato. El
pintor nos escruta con una mirada intensa y dolorida, en la que se acumula un
hondo conocimiento de la vida y del arte. Una maravillosa mano atravesada por
venas creadas a base de brochazos está prendida al pañuelo del cuello en un
gesto natural, carente de solemnidad. La acumulación de pintura dota a la
figura de una apariencia terrosa; se diría que el anciano es un recipiente de
barro al que el paso del tiempo ha cubierto de excrecencias: un ánfora
extraída de una excavación arqueológica, deteriorada por el paso de los siglos
pero milagrosamente íntegra. Freud renuncia a recrear el espacio en el que se
encuentra y crea un fondo abstracto a base de pinceladas enérgicas. Se diría
que la paleta del artista se ha desbordado de su soporte para invadirlo todo:
qué mejor marco para un pintor. La carne que se deshará en breve y la pintura
que permanecerá se muestran idénticas en este autorretrato último. Al fin y al
cabo, para Freud son una misma cosa.
Comentarios
Publicar un comentario