METAMORFOSIS

Una pila de papeles aguarda sobre mi mesa. Impresos a tres colores, con un vistoso logotipo oficial en la parte superior. Ordenados con precisión: los he colocado varias veces, evitando asimetrías y molestas disidencias; están, en estos momentos, como preparados para revista. De hecho, me he demorado a propósito ordenándolos para posponer el instante de interactuar con ellos. 

Esgrimo un bolígrafo de tinta azul y dirijo la punta hacia un lugar muy específico del primero de los documentos. Se trata de un recuadro en blanco en medio de las apretadas series de signos que cubren la superficie del papel; se diría una pequeña pista de aterrizaje para que descienda un helicóptero entre la maraña de la selva. Hacia allí se dirige mi bolígrafo-helicóptero, pero se detiene en el momento final. Parece cohibido por un breve mensaje inscrito en la parte superior del recuadro: «Les saluda cordialmente, la tutora». Rectifico; una de las palabras está escrita en mayúsculas, en un enfático resaltado: «TUTORA». La punta del bolígrafo vacila, abrumada tal vez por la solemnidad tipográfica. Esa tutora en letras mayúsculas domina con su estatura la profusa información que cubre el resto del documento. Tras un leve movimiento de retirada, apenas perceptible, la punta metálica se decide al fin, se apoya en la superficie del papel y la surca con energía. Queda estampada la firma. La primera de treinta y tantas. 

El momento de firmar los boletines de notas de mis alumnos me produce siempre cierta intranquilidad. No solo porque en la ristra de calificaciones que contienen se cifra la felicidad o desdicha estudiantil, sino por el simple, mecánico hecho de dibujar una rúbrica. Quizá el problema está en que no tengo, a estas alturas de mi vida, una firma por completo definida, lo cual es otro motivo de desazón; se me ocurre que los individuos que acuñan desde temprano su firma afirman con rotundidad su ingreso a la vida adulta frente a los diletantes, los infantiles, los de las rúbricas temerosas. 

El caso es que el primero de los boletines queda firmado con una caligrafía cuidada y una rúbrica que no impiden, ni una ni otra, que se reconozca mi nombre. Dado que la posición de los boletines viene dictada por el orden alfabético, debe de haber un buen número de tutorandos míos apellidados con A que tienen las notas firmadas, bien a las claras, por una tal Beatriz Olivenza. Los de la B corren una suerte pareja: los Aguado, Aldán, Álvarez, Blanco, Barrios, Benítez, en el caso dudoso de que conserven sus notas del instituto, pueden reconocer quién era aquella señora que insistía en que dejaran las mesas ordenadas y el suelo limpio a última hora de la mañana. La cosa se empieza a torcer al llegar a la C. A esas alturas, me pasa factura la sospecha de que la primera firma no me ha salido del todo igual que la cuarta o la quinta; me pongo nerviosa, se me va la concentración y me asaltan inoportunos pensamientos sobre los problemas legales que podría tener en mi vida en general si alguien se entretuviera, llegado el caso, en comparar mis firmas. Pasan así los alumnos apellidados con la D, la E, la F. Llegado este punto, ya no pone Beatriz. Mi nombre de pila se ha transformado en una B barriguda que se mira, como en un espejo invertido, en una Z que cae línea abajo, balanceándose sobre el vacío. Ni una sola de las letras intermedias es legible. ¿Quién es esta persona de nombre impronunciable…? El apellido se va acortando también y, mediado el alfabeto, se ha transformado en una O de la que sale una línea enérgica, empeñada en tragarse a las letras que van detrás. Pero ojo, que aquí viene la segunda Z: esta no se deja anular y se precipita también desde lo alto en una caída audaz. A resaltar la intrepidez de esta segunda Z contribuye el hecho de que está situada bastante más arriba que la primera, porque mi firma, con el avance de los boletines, ha adquirido una línea ascendente que, si hacemos caso a los grafólogos, denota en mí un imparable optimismo. Teniendo en cuenta que ver la vida en positivo nunca ha sido mi fuerte, no exagero al decir que me hallo sumida en el desconcierto. Al llegar a los últimos boletines, la metamorfosis se ha completado. No consigo leer mi nombre ni mi apellido, me dejo llevar sin resistencia por esa entusiasta escribiente que lanza hacia lo alto un mensaje indescifrable, como una bandera que simboliza la fe en la vida. Ay los Vázquez, los Velasco, los Vidal. No tendrán ni idea de quién es esa persona que ha suplantado a su tutora. Cuando llegan los Zárate y los Zorrilla, ni yo misma lo sé.

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