LECTURAS DE ABRIL (2021)
La señora Muir, una viuda reciente con dos hijos
pequeños, llega a una población costera buscando alejarse del bullicio de la
ciudad (y, de paso, de la familia de su difunto marido). En su búsqueda de un
lugar donde vivir, siente una atracción inmediata por una casa algo apartada
por la que se le pide un alquiler llamativamente bajo. En contra de las
indicaciones de su agente inmobiliario, la señora Muir decide instalarse en la
vivienda, para confirmar de esta forma sus sospechas y de paso las del lector:
la casa está habitada por el fantasma de su antiguo propietario, un lobo de
mar, que elige a la nueva inquilina como destinataria de sus apariciones. Esto
que parece el clásico planteamiento de una novela gótica es el punto de partida
de una novela deliciosa, llena de humor y de elegante ironía: El fantasma y la señora Muir, de la
escritora irlandesa Josephine Leslie, que la firmó con el seudónimo masculino
R. A. Dick. La relación entre el espíritu del curtido marinero y la mujer
recién liberada de una ataduras matrimoniales y familiares que la asfixiaban
supone un divertidísimo contraste entre caracteres plasmado por medio de
ingeniosos diálogos y que desemboca en más de una situación hilarante. Pero
esta trama fresca y amena que provoca una continua sonrisa en el lector esconde
una reflexión sobre temas de hondo calado como la posición de la mujer, la
necesidad de encontrar el propio camino, las exigencias familiares, las
zozobras de la maternidad (los hijos no siempre gustan a sus progenitores, como
nos demuestra la autora con audaz sinceridad), el paso del tiempo y el
inexorable acercamiento de la muerte. Siempre me ha parecido meritorio, y esta
novela es un buen ejemplo de ello, ser capaz de ahondar en la condición humana
sin alardes ni pretensiones, con la lucidez que proporciona un espíritu crítico
atemperado por el humor.
Era tan joven cuando leí por primera vez esta
novela de Dostoievski, que sus dos protagonistas me parecieron personas
mayores, separadas de mí por ese misterioso espacio ―por entonces aún sin
explorar― que media entre la adolescencia y la vida adulta. Muchos años
después, regreso a las hermosas noches blancas del verano de San Petersburgo
para ser testigo de los encuentros de dos personajes que me parecen recién
salidos del cascarón: el solitario narrador, incansable paseante capaz de
entablar emotivas relaciones con todos los componentes de la ciudad, excepto
con sus habitantes humanos, y la desdichada Nástenka, enamorada de un hombre
que parece haberse olvidado de ella y sometida a una férrea disciplina
familiar. Los encuentros furtivos de estas dos almas necesitadas de afecto y
compañía son la base sobre la que se estructura esta novela conmovedora y
delicada, romántica en el mejor sentido de la palabra. Ha pasado mucho tiempo
desde que conocí a esta pareja circunstancial, pero la impresión que me causan
sus diálogos permanece inalterada. Dostoievski, lejos aún de adentrarse en los
infiernos psicológicos de sus obras de madurez, nos transmite la ilusión de que
el amor y la belleza son posibles, al menos durante el breve transcurso de
cuatro noches.
Con motivo del reciente cambio al horario de
verano, la editorial Libros del Asteroide lanzó una publicidad que captó de
inmediato mi atención: un libro sobre el tiempo y sus múltiples posibilidades.
Me apresté en consecuencia a conseguir Los
sueños de Einstein, una deliciosa fantasía sobre ese elemento tan cotidiano
y esencial en nuestras vidas ―es su esencia misma, de hecho― y a la vez tan
escurridizo y remiso a dejarse atrapar en una definición. El hilo conductor de
esta original obra es, como no podía ser de otra manera, la figura del
científico Albert Einstein, cuando es aún un joven que trabaja en una oficina
de patentes y que está en trance de formular su teoría de la relatividad. La
tarea de este genio en ciernes se ve interrumpida, o quién sabe si enriquecida,
por una serie de sueños en los que se le revelan mundos extraordinarios cuyo
común denominador es un estado alterado del tiempo: el mundo de los condenados
a repetir infinitamente su existencia; el mundo donde el tiempo es como un
flujo de agua que se divide de forma que una de sus ramificaciones vuelve a
conectar con el pasado; aquel otro donde todas las posibilidades se llevan a
efecto y conviven en una multiplicación de realidades simultáneas; otro en el
que existen dos formas de tiempo: el mecánico, frío y objetivo, común para
todos, y el corporal, propio de cada cual y de su forma de vivir los
acontecimientos; otro más en el que el tiempo transcurre más despacio cuanto
más lejos se está del centro de la tierra… El autor, el escritor y físico estadounidense Alan
Lightman, presenta frente a los ojos asombrados del lector un despliegue de
posibilidades difíciles de concebir para un profano en la materia, y lo hace
con sentido lúdico y una conmovedora atención a los detalles. Quién me lo iba a
decir a mí, desdeñosa mujer de letras: uno de los grandes problemas de la
física se puede transformar en poesía.
Para
los amantes del relato gótico clásico, esta novela de Anne Rice supone una
experiencia sorprendente. Vi su adaptación al cine en su estreno en los
noventa, pero no recuerdo que me produjera una impresión comparable a la que me
ha producido el libro. Lo que de elegante, decadente y morboso hay en los
vampiros decimonónicos, se transforma en esta revisión contemporánea en un
análisis realista y pormenorizado, que ahonda en los detalles (sin esquivar lo
desagradable y lo malsano) de la terrible experiencia que supone una
inmortalidad basada en la muerte de otros. Los vampiros de Anne Rice salen de
cacería con la misma urgencia perentoria con que un parado sale en busca de
trabajo: su supervivencia depende de ello. El lector los sigue horrorizado,
presencia sus crímenes inadmisibles, piensa con frecuencia ―sobre todo al
principio de la novela― que la autora no se atreverá a ir tan lejos. Pero Anne
Rice se atreve siempre: incluso a crear el perturbador personaje de una niña de
cuatro años detenida para la eternidad, tras su conversión en vampira, en una
infancia maligna. Louis, el protagonista, primera víctima a la que vemos
precipitarse a esa oscura, angustiosa y solitaria inmortalidad, es un vampiro
atípico, asediado por las dudas y los remordimientos; un vampiro que no ha
perdido del todo su condición humana y que resulta por ello un puente entre ese
mundo sombrío y el lector, sobrecogido al comprobar que sus bellas fantasías de
los relatos de antaño se han materializado en una realidad mucho más
aterradora. La realidad siempre lo es.
Comentarios
Publicar un comentario