TRABAJADORES

Corría el año 1993 y yo ignoraba la existencia de un fotógrafo llamado Sebastiao Salgado. Eran los tiempos previos a Internet. En definitiva: otro mundo.

Fue aquel año ―durante el verano, creo― cuando visité en el Círculo de Bellas Artes una exposición que supondría para mí un gran descubrimiento y que me dejaría una profunda huella que dura hasta hoy. La muestra tenía el título de Trabajadores y reunía dos centenares de fotografías del que se convertiría a partir de entonces en uno de mis fotógrafos preferidos, el brasileño Sebastiao Salgado. Cámara en ristre, Salgado había recorrido territorios muy alejados entre sí pero unidos por la inconcebible dureza de la vida de sus habitantes y había levantado testimonio, con extraordinarias sensibilidad y valentía, de las terribles condiciones laborales de ciertos colectivos humanos, así como de su resistencia y dignidad.

Me recuerdo a mí misma, muy joven (ay…), paseando por las salas que ocupaba la exposición y recibiendo un fuerte impacto frente a cada fotografía. Por aquella época andaba yo bastante corta de medios económicos, así que no pude hacer lo que acostumbro cuando una exposición me interesa: comprarme el catálogo para revisar con más calma lo visto. Aun sí, y a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo con singular nitidez las fotografías que retrataban la vida de tres grupos de trabajadores. El primero, del que no he encontrado rastro alguno en Internet, era el de los operarios de una planta petrolífera, ubicada según creo recordar en algún punto de Rusia, expuestos a una constante lluvia negra que los convertía en estatuas, en contraste con la blancura del entorno helado. El segundo era el de los mineros de la isla de Java, obligados a recorrer a diario un número intolerable de kilómetros cuesta arriba para acceder a la boca de un volcán productor de azufre, actividad que les producía, aparte de las esperables molestias por el peso y las dificultades del camino, una intoxicación por gases que los condenaba a una muerte prematura. El impresionante retrato de tres de ellos, al pie de estas líneas, figuraba precisamente en la cubierta del catálogo que no pude comprar. El tercer grupo que recuerdo era el formado por otros mineros, los encargados de la extracción del oro en Sierra Pelada (Brasil), integrantes de un terrorífico hormiguero que emula, con más expresividad que los grabados de Doré, uno de los círculos infernales creados por Dante en su Divina Comedia. De este grupo hay tantos rastros en la red que me ha sido difícil elegir una sola fotografía; he optado por la imagen de la vertiginosa escalera de la que pende la retahíla de trabajadores, muchos de ellos portando peso como animales de carga. 


Nunca me ha convencido demasiado la sentencia que afirma que el trabajo dignifica al hombre; yo lo veo más bien (será cosa de mi educación judeocristiana) una maldición bíblica. No me refiero, claro está, a todas esas actividades motivadoras y absorbentes que pueden llenar nuestros días y que para algunos afortunados ―los menos― coinciden con su actividad laboral, sino al monótono, obligado y costoso fluir de horas dedicadas a labores que, en el mejor de los casos, gratifican solo a medias y, en el peor, como en esos ejemplos que acabo de mencionar, condenan a una bajada diaria a los infiernos. Por otra parte (tal vez mi educación judeocristiana de nuevo), siento un inevitable desdén por las personas que gozan de una existencia regalada y un sagrado respeto por los trabajadores de verdad, los que se esfuerzan y combaten a diario, y por los que intentan con denuedo serlo y no lo logran en estos tiempos torcidos. Para todos ellos, salud y condiciones laborales dignas en este 1 de mayo: que si el trabajo no nos dignifica, al menos que no nos degrade.

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