LUNA Y LAS REDES


La foto es en verdad llamativa. Dos jóvenes se abrazan estrechamente sobre un fondo desenfocado en el que se distinguen rocas, el mar y un par de figuras humanas. Los dos protagonistas de la imagen son, como ya he dicho, jóvenes, pero además son bellos y de un intenso contraste racial: ella muy clara y él muy oscuro; siguiendo los clichés que ya deberíamos haber desterrado para siempre, ella es muy europea y él muy africano. Desde luego, es inevitable quedar atrapado por este testimonio gráfico en medio del despliegue de imágenes que testimonian los terribles acontecimientos sucedidos esta semana en Ceuta, cuando una riada de inmigrantes africanos se ha lanzado a la siempre arriesgada aventura de abordar suelo europeo. Me pregunto si la fotografía habría tenido idéntico eco si nos hubiera mostrado a dos personas de mediana edad, entradas en carnes, no tan marcadas racialmente, habitantes de ese amplio y amorfo territorio de los que ya no son bellos ni fotogénicos. Pero esa es otra reflexión. 

El caso es que esta imagen que muestra un enternecedor y comprensible gesto de solidaridad humana (la cooperante de Cruz Roja consuela a un inmigrante exhausto y asustado) se convirtió de inmediato en uno de esos fenómenos de las redes sociales que siguen cada cierto tiempo una pauta ya conocida: viralización, alabanza y posterior escarnio públicos, linchamiento mediático de la persona implicada y, por fortuna, fulminante olvido y sustitución por otra imagen. En el caso que nos ocupa, pronto fueron innumerables las voces extasiadas que cantaban loores del impulso de esta trabajadora voluntaria que responde además al poético nombre de Luna: emoción, orgullo, gratitud, empatía, compasión, amor y entrega fueron algunas de las palabras más usadas. Por supuesto. Es un consuelo para todos, no solo para el pobre inmigrante exhausto, ver gestos como este, de la misma manera que lo es ver a trabajadores realizando sus tareas por encima de sus horarios y resistencia física para acoger, ayudar, curar y cuidar a esta avalancha humana, víctima de un sinfín de injusticias y torcidas intenciones. Es comprensible preferir que la formulación de dicha tarea admirable sea una imagen que se ajuste a cánones estéticos y esta lo es. La fotografía, tomada por el fotoperiodista Bernat Armangué, es realmente afortunada. Perfecto hasta aquí. Convirtamos a Luna y al inmigrante sin nombre en símbolo de la esperanza en medio de una crisis que debería avergonzarnos a todos.

Pero pronto se pasó a la segunda ―e inevitable― fase del proceso. A las hermosas palabras utilizadas por los que se habían sentido conmovidos antes la fotografía vino a combatirlas un tropel de expresiones malintencionadas y cargadas de odio; muchas de ellas cargaban la escena de tintes sexuales y hablaban de la oportunidad que se le brindó al inmigrante ―africano, negro y por tanto lúbrico― de disfrutar de los encantos de la linda europea. Conocí la noticia a través de la radio y no me he detenido a leer semejantes comentarios provenientes de la más ancestral de las cavernas porque me producen un asco infinito. Sí he leído, en cambio, alguna de las indignadas respuestas de personas que pertenecen a mi círculo en las redes sociales. Solo cabe esperar a que el coro de ladridos se acalle y a que surja otra nueva imagen en la que focalizar la ira y el enfrentamiento. Luna volverá a ser una cooperante más, le perderemos el rastro al inmigrante africano y otro nuevo personaje que en estos momentos ni lo sospecha pasará a convertirse en el blanco de admiraciones y ataques, en un linchamiento virtual tan intenso como efímero.

Es fácil pensar que la sociedad ha perdido el norte y que somos más mezquinos, egoístas, insolidarios y estúpidos (añádase aquí cualquier otro adjetivo a gusto del lector) que nunca. Yo no lo creo así. Sucede simplemente que, en esta aldea global, cualquiera posee un estrado desde el cual lanzar al mundo sus opiniones y verlas volar y repetirse, en un sorprendente y peligroso efecto de megafonía. Los pensamientos que antes se quedaban en el territorio de la intimidad ―en la propia conciencia, en la pareja o la familia, en la barra del bar― ahora pueden tomar carrerilla para alzar el vuelo en un recorrido que será de mayor o menor alcance, según la repercusión de cada cual en redes sociales. De esta forma, los ingeniosos encuentran un coro de risueños receptores de sus invenciones; los solidarios y los poéticos, una corte de conmovidos admiradores; los críticos, un fuego cruzado de adhesiones y ataques; los imbéciles, un río de opiniones que nadan en su misma dirección y que los hacen sentirse reforzados y plenos de razón. Y los que contemplan este auténtico circo desde las gradas tienen un acceso inédito hasta tiempos recientes a lo más negro del alma humana.

Solo queda el consuelo de pensar que estas megafonías que amplifican nuestras voces son tan contundentes como efímeras. Disfrutemos de los comentarios y emoticones que secundan y entronizan nuestras opiniones por un día. Es posible que mañana no las recuerde nadie.

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