SALGADO, LA MIRADA PRODIGIOSA
Un amigo comparte conmigo la
noticia de la muerte de Sebastião Salgado al poco de hacerse pública en los
medios. El fotógrafo tenía ochenta y un años y (me gusta imaginarlo así) una
cámara al alcance de su mano. Cuando recibo la noticia, me entristezco como lo
haría ante la desaparición de una persona con la que hubiera tenido un trato
directo. No cabe duda de que se establecen lazos de misteriosa intensidad con
aquellos que llegan a nosotros a través del fruto de sus palabras, sus
pinceles, su voz o su instrumento musical, su objetivo fotográfico.
Este
hombre que nos acaba de abandonar es una de las personas a las que más he
admirado en mi vida. Tenía las que son en mi opinión las mejores cualidades de
un fotógrafo: el sentido de la oportunidad, la elección del
detalle significativo y una capacidad de composición que entraba en juego en
situaciones comprometidas o fugaces. Trabajadores en entornos extremos, exiliados, supervivientes de
conflictos o de hambrunas desfilaron frente a su objetivo, formando un fresco
durísimo y revelador de la variada condición humana. Salgado era además un
maestro en la captación de lo efímero: la incidencia de un rayo de sol sobre
los ríos procelosos de la Amazonia, el vuelo de unas aves sobre un cielo
tormentoso o la sonrisa entre una madre y un bebé que humaniza el terrible
panorama de un campamento de refugiados. Nos mostró la dignidad del trabajo de
quienes se enfrentan a diario a situaciones de una dureza inimaginable, la
ternura de los niños en medio del horror, la belleza recóndita de los paisajes
inexplorados y de las tribus que habitan el corazón de la selva. Hemos
aprendido mucho con él. Salgado era, además de un fotógrafo dotado de increíble
pericia, un ser humano de primera magnitud. Esa condición es parte también de su mirada prodigiosa.
He repasado las entradas de mi blog dedicadas a Sebastião Salgado y me he encontrado con que son tres, aparte de unas cuantas alusiones en otras que versan sobre temas diversos. Dado que he comentado ya un buen puñado de fotografías suyas, me he dispuesto a buscar una que no hubiera aparecido aún en este espacio. No he tenido que buscar mucho. Apenas introducido el nombre del fotógrafo en el buscador, ha ocupado mi pantalla la imagen de un recodo de un río casi tragado por la selva. En torno al agua se puede ver a un grupo formado por seis personas y un perro. Los humanos son muy jóvenes; uno de ellos, apenas un niño. Son indígenas marubo, captados en el valle del Yavarí, en el estado de Amazonas, en 1998. Se trata de una de las hermosas fotografías que forman la impresionante serie Amazônia. Lo que la hace singular es la incidencia de los rayos de sol que se filtran en la espesura, creando un efecto casi sobrenatural. Las hojas relucen, como si fueran sobrevoladas por criaturas mágicas, y se diría que el niño desnudo que se lleva a la boca un cuenco con agua del río está a punto de beberse el mismo sol. Estos indígenas marubo, sonrientes y relajados, parecen habitar un ámbito al margen del tiempo y el espacio de los mortales, un territorio privilegiado más allá de las contingencias de la limitada existencia humana. Son inmortales, como lo es ya el fotógrafo inmenso que los retrató.
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