LECTURAS DE ABRIL (2025)

Termino la lectura de La vegetariana de Han Kang con una sensación de absoluto sobrecogimiento. Se trata de mi segunda aproximación a la obra de la escritora coreana tras su emocionante y delicadísima La clase de griego. Amiga como soy —y no solo en la literatura— de los seres divergentes, me siento profundamente afectada una vez más por las personalidades oscuras y enigmáticas de las criaturas salidas de la imaginación de esta escritora turbia, sin concesiones y en perpetua disidencia. La vegetariana es una arriesgada parábola sobre el dolor y la incapacidad de algunas personas para encajar en lo que el consenso considera una existencia razonable. Es, además, una parábola incómoda, que no busca la complicidad del lector y que apela a rincones demasiado oscuros como para reconocerse en ellos con facilidad. Su protagonista, Yeonghye, una mujer afectada por un voluntario proceso de metamorfosis que la aleja en primer lugar de la ingesta de carne y más adelante de su propia condición animal, es una mezcla entre Gregor Samsa, el viajante de comercio que amanece convertido en un insecto gigantesco, y Bartleby, el escribiente al margen de las pulsiones humanas que lanza su indiferencia al mundo a través de una formulación genial: «Preferiría no hacerlo». En la línea de tan ilustres precedentes, Yeonghye suscita el escándalo de los defensores del orden establecido («Si no comes carne, te devorará el resto del mundo», le advierte en un momento dado su madre) con su resistencia muda, rota en escasas ocasiones por misteriosas afirmaciones. «Todos los árboles del mundo me parecen mis hermanos», es la más emocionante de sus consignas. Ese proceso de fusión con el mundo vegetal está narrado en tres tiempos, desde los puntos de vista de otros tantos personajes vinculados con la protagonista: su esposo, su cuñado y su hermana mayor. La incomprensión, el horror, la fascinación, la piedad y la identificación van surgiendo de la mano de esta múltiple perspectiva, a la que cada lector añadirá la suya. «Hacer preguntas, eso es para mí escribir», afirma Han Kang en el breve prólogo. Durante mucho tiempo resonarán en mi interior las que ha despertado en mí esta obra valiente y durísima, con su singular combinación de poesía y horror.

Un niño de once años interpreta con dificultad al piano una versión simplificada de un preludio de Bach. Sentada a su lado en la banqueta está su maestra: estricta, bella, perturbadora y muy joven, aunque al niño le parece situada en esa otra orilla, inalcanzable, de la edad adulta. El pequeño pianista se equivoca una y otra vez en el mismo punto y la maestra lo riñe con severidad, incluso con castigos físicos. Y, de pronto, su mano se desliza bajo el pantalón del alumno. Este es el pasaje que inaugura la monumental Lecciones, última novela de Ian McEwan. Es también el hecho que marcará la existencia de su protagonista, Roland Baines, porque todo lo que sucede a partir de entonces se deriva de una u otra forma de la turbia relación que se establece entre el niño, pronto adolescente, y su maestra de piano. Construida con un deslumbrante manejo de los tiempos, Lecciones se pasea por la existencia entera de este personaje que parece arrastrado por los acontecimientos e incapaz de construir su propio destino. «Qué fácil era dejarse llevar por una vida que no se había elegido, en una sucesión de reacciones a acontecimientos», reflexionará Roland desde su madurez. El lector asiste a esa concatenación de vivencias puesta en marcha por la escena inicial que acabo de describir y acompaña al protagonista en su camino de la infancia a la vejez. Dicho viaje tiene como telón de fondo los grandes acontecimientos de la historia contemporánea, la crisis de los misiles de Cuba, la caída del muro de Berlín, los atentados de las Torres Gemelas. La Segunda Guerra Mundial y sus secuelas ocupan también un lugar importante en este impecable engranaje en el cual la vida de Baines y los sucesos que marcan el rumbo de la humanidad se entrelazan e iluminan mutuamente. A la hora de trazar este fresco grandioso, McEwan no olvida lo pequeño, el detalle concreto y revelador, y crea retratos llenos de autenticidad de los personajes: el diletante y entrañable protagonista, la esposa que lo abandona para entregarse a una carrera literaria, la amiga que lo asiste en sus malos momentos y termina por ocupar el papel de pareja sentimental, la maestra de piano que se deja arrastrar por una pasión que no es capaz de controlar. El novelista muestra especial delicadeza en el tratamiento de los niños y los ancianos; son enternecedores los retratos del pequeño Lawrence, hijo de Roland y de su esposa ausente, y de la madre del protagonista, perdida en sus últimos años en las brumas de la demencia. Imposible dar más que un pálido reflejo en esta reseña del animado mundo de seres de ficción que pueblan las casi seiscientas páginas de esta novela, un deslumbrante empeño por captar el sentido de la vida humana, toda una lección del arte de novelar.

Empezaré esta reseña hablando de la edición a través de la cual ha llegado a mis manos La asombrosa tienda de la señora Yeom, novela del autor surcoreano Kim Ho-Yeon. No es una cuestión banal. Se trata de un libro que se maneja con facilidad, que casi despliega sus hojas frente al lector sin que este tenga que hacer esfuerzo alguno para mantenerlo abierto. Como una flor que abre sus pétalos. Tiene unas tapas de tacto suave (como pétalos, una vez más) y una deliciosa ilustración en la cubierta en la que, bajo un cielo estrellado de color violeta, se ilumina la tienda de alimentación que da título a la novela. Así es la preciosa edición de Duomo Nefelibata que ha brindado a los lectores en lengua castellana la oportunidad de acercarse a esta novela de gran éxito en Corea que parece estar siguiendo un rumbo similar en Europa. Idéntica sensación de comodidad y placidez transmite la historia contenida en sus páginas. Todo empieza el día en que la señora Yeong-suk Yeom pierde su cartera en la estación de Seúl. Cuando se da cuenta del olvido, que le parece especialmente preocupante porque se puede interpretar como un signo de su avanzada edad, se encuentra a bordo de un tren y poco puede hacer para solucionarlo. Entonces suena su móvil y la voz de un desconocido le anuncia que ha encontrado su cartera. Se trata de un vagabundo de los muchos que pululan en torno a la estación. La anciana y el hombre se citan para realizar la devolución; es así como se produce el encuentro entre Dogko, el hombre misterioso que parece carecer de pasado, y la señora Yeom, una jubilada propietaria de una tienda de conveniencia a la que el indigente será invitado a comer a diario y en la que por fin ocupará el puesto de empleado de noche. Es muy sugerente el valor simbólico de esa tienda que permanece abierta día y noche, como un faro siempre encendido, como un refugio al que se acercan personajes del barrio sumidos en la desorientación vital o en la desdicha. Allí los acoge el desconcertante Dogko, de aspecto imponente y espíritu delicado, quien, como si de un ángel de película de Frank Capra se tratara, influye en los destinos de todas esas almas perdidas. Con estos elementos, Kim Ho-Yeon construye una trama amable, que destila confianza en el valor de las relaciones humanas como anclaje frente a la adversidad. Tal vez la persona que me regaló esta novela tuvo la intención de alejarme por un tiempo de mundos turbulentos y visiones más pesimistas. O quizá simplemente pensó en mi fácil identificación con la protagonista, que afirma de sí misma: «…he sido profesora de secundaria toda la vida. Y en ese tiempo he conocido a decenas de miles de estudiantes. Sé juzgar el carácter de la gente». Quiero creer que esa es una lección que, como la señora Yeom, yo también he aprendido.

Mi ejemplar de Timandra de Theodor Kallifatides es probablemente el libro que más he subrayado en los últimos tiempos. El testimonio de la hetaira que rememora su vida en la gloriosa Atenas de Pericles, su convivencia estrecha con grandes personalidades de la época (filósofos, sofistas, geógrafos, trágicos, comediógrafos) y su relación amorosa con la gloria del momento, el tan odiado como amado guerrero Alcibíades, está sembrado de hermosas y profundas reflexiones. Algunas se refieren al sentido de la existencia: «La fe es imposible; la esperanza, difícil. Nuestra vida transcurre entre lo imposible y lo difícil»; «El sentido de la vida no va más allá de la vida misma»; «…la única eternidad que existe es el recuerdo de los hombres». Otras son atinadas observaciones sobre comportamientos humanos, como cuando afirma de su amante Alcibíades: «Era afortunado. Todas las mañanas, cuando despertaba, su primer pensamiento era qué le enseñaría ese nuevo día». O como cuando reflexiona sobre su acercamiento a la mujer que le disputó el favor de su amante, cuando ambas han sido abandonadas: «Las alegrías del amor no se comparten, se comparte el sufrimiento que produce. Cuando gozamos del amor, somos arrogantes, crueles, duros de corazón». Otras, en fin, son bellas pinceladas descriptivas, como cuando dice de un joven recostado sobre su amada: «…al final no tuvo otro lugar donde ocultarse que en su regazo, el más antiguo puerto del mundo». Mi favorita se refiere a la capacidad de los seres humanos para recordar. En un momento muy duro de su vida, Timandra intenta evocar la sensación de la lluvia, que tanto la tranquiliza, pero no lo consigue. Concluye lo siguiente: «…no estamos hechos para las cosas importantes. Recordamos la injusticia más insignificante, pero no la lluvia». Toda la novela es un intento de Timandra por recuperar el pasado, las enseñanzas de su madre, el vibrante ambiente intelectual de la Atenas de su época, las palabras del gran Sócrates y, sobre todo, los encuentros con el brillante, esquivo, exuberante Alcibíades, capaz de lo mejor y de lo peor, ídolo popular de vida necesariamente breve. Alejado de la novela histórica que alardea de detalles cotidianos con los que impresionar al lector, Kallifatides se sitúa en el terreno de las ideas. Vemos una Atenas que vive en la memoria de Timandra, en la que no ocupa un primer plano lo que los personajes comen o cómo visten, sino lo que piensan y lo que sienten. Desde la que inevitablemente será la última noche que pase con Alcibíades, en vela junto a su amante dormido, Timandra se esfuerza por recuperar lo que es de verdad importante. Como la lluvia.

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