Esta
novela del autor británico David Mitchell tiene un pasaje extraordinario.
Orito, la protagonista, una muchacha enclaustrada contra su voluntad en un
convento dedicado a una diosa de la fertilidad, recorre furtivamente durante la
noche rincones del edificio que le están vedados. Llega así a la sala del altar
donde se encuentra la estatua de la diosa. Descubre entonces algo sorprendente:
más allá de esa sala se abre otra consagrada a otra estatua de la diosa, que
presenta notorias diferencias con la que ella creía única. Y detrás de dicha
sala se abre otra, y otra más. Una escultura representa una figura femenina más
envejecida que la precedente, otra está al borde del más absoluto deterioro,
otra es de un tamaño descomunal. En un momento dado, Orito se da cuenta de que
esa sucesión de cubículos forma un túnel que se adentra bajo la montaña sobre
la que se asienta el edificio. Algo parecido a este recorrido alucinante es lo
que realiza el lector de Mil otoños:
un viaje al Japón de finales del siglo XVIII, en el que cada parte de las cinco
en que se divide la novela encierra una sorpresa que atrapa y obliga a
continuar tan extraordinario viaje. Como ya he comentado alguna vez en este
espacio, adoro a David Mitchell, un autor que parte de cero en cada novela y
nunca se parece a sí mismo. Empecé este largo periplo de más de seiscientas páginas
durante el confinamiento. Demoro el avance, lo alterno con otros libros. No
quiero llegar todavía a mi destino. Pocas veces como esta me ha servido la
lectura para viajar con la imaginación.
Como
suele suceder en literatura, el viaje que constituye el núcleo central de esta
novela del escritor romántico Adalbert Stifter tiene una doble dimensión. Es,
por una parte, el trayecto físico que recorre a pie el joven protagonista desde
la casa de su madre adoptiva hasta la tenebrosa mansión de su único pariente,
un tío al que no conoce y que requiere su presencia por oscuros motivos. Este
recorrido le proporciona a Stifter la oportunidad de hacer una vívida
descripción de la naturaleza de un territorio indeterminado cuyos rasgos
coinciden con los de su Bohemia natal. Pero a medida que la alegre excursión
del protagonista avanza, el lector cobra conciencia de estar presenciando mucho
más que un mero desplazamiento en el espacio: los bellos paisajes, los
luminosos senderos y apacibles valles van cediendo paso a un entorno sombrío e
inquietante, hasta desembocar en una isla en otro tiempo habitada por monjes y
que es el solitario hogar del anciano solterón que da título a la novela. El
principal encanto de la prosa de Stifter es su capacidad para recrear ambientes;
uno cree marchar realmente con el joven Víctor y su fiel perro lobo por los
sinuosos caminos, contemplando la belleza de las cumbres y captando los
variados aromas de un esplendoroso mundo vegetal. La descripción de la morada
que es el destino del viaje es sobrecogedora: la solitaria isla al pie de una
montaña, el lago de aguas quietas que parece conducir al que lo surca al más
allá, el viejo caserón que en siglos pasados sirvió de prisión para monjes
díscolos. El contraste entre juventud y vejez, entre una vida entregada a los
demás y la profunda soledad del que ha elegido el apartamiento, es el eje sobre
el que orbita esta obra elegante y clásica, que posee el toque de distinción de
los tiempos pasados.
Me
ha vuelto a suceder con un libro de relatos de Jon Bilbao: desde que en la
primera línea me encontré con la provocación intolerable de un motorista
pendenciero a un personaje (hasta entonces) pacífico, me he sentido arrastrada
sin tregua a través de historias, escenarios y gente de variada condición hasta
llegar al desenlace del último relato, el que da título al conjunto y presenta
a la víctima de un desengaño amoroso buscando refugio en el extraordinario
paisaje de la isla de Estrómboli. Diría que es literalmente como si la mano del
narrador saliera de entre las páginas del libro para agarrarme y llevarme de
historia en historia, sin tiempo para respirar y mucho menos para arrepentirme
de la aventura. Había pensado dedicar esta reseña a explicar (sobre todo, a
explicarme a mí misma) por qué me resulta tan fascinante el universo de este
narrador, pero creo que será más ilustrativo acudir a una imagen de uno de sus
cuentos, el titulado Una boda en invierno.
Los asistentes más jóvenes a una boda, aburridos del banquete, aceptan la
sugerencia del novio de visitar algo sorprendente en el pueblo perdido en que
se ha celebrado la ceremonia. Se dejan conducir así a una casa abandonada, en
la que según se cuenta han aparecido muertos de frío los cadáveres de dos
vagabundos, y deambulan por su extraña arquitectura interior, con una creciente
sensación de miedo. Lo más sorprendente les espera en el sótano, donde
descubren el pórtico de una iglesia antigua, que ha quedado atrapado dentro de
la casa moderna cuando esta se construyó. La experiencia de leer a Jon Bilbao
es algo así: como deambular por un edificio que no tiene la estructura que uno
esperaría, con una inquietud que carece de un origen concreto, hasta descubrir
lo que nunca se habría esperado. Por supuesto, de la mano del narrador, que no
está dispuesto a soltarnos hasta el final de nuestro viaje.
Pese
a la popularidad alcanzada por esta novela, llego a ella como me gusta ―y casi
nunca consigo― llegar a los libros: sin noticia alguna de su contenido, aparte
de una vaga idea sobre su tono humorístico. Entro en contacto así con el
protagonista de Los asquerosos,
Manuel, un antihéroe por antonomasia al que la vida se le pone más complicada
todavía por unas circunstancias que no pienso desvelar aquí, en justa
correspondencia con el hecho de que nadie me las haya descubierto a mí antes.
He de decir que leer la primera línea de esta novela y querer seguir sin pausa
hasta el final ha sido todo uno. Santiago Lorenzo es un escritor divertido,
ágil, unas veces irreverente y tierno otras, y posee un lenguaje exuberante y
juguetón poblado de curiosos neologismos de tanta expresividad que se explican
por sí mismos. Las peripecias de su poco afortunado protagonista me han
permitido reír, conmoverme y también desahogarme de mi aversión por ciertos
aspectos de la vida moderna que comparto con el personaje y, al parecer,
también con su autor. Este elogio de los seres distintos y del instinto
antisocial está además narrado con una doble perspectiva que es el mayor
acierto de la novela: es el tío de Manuel el que va contando las andanzas de su
sobrino, en una alianza de perdedores unidos por las circunstancias adversas.
Ni que decir tiene que, mientras dura la historia, el lector que conecta con
ella entra a formar parte también de esa entrañable alianza.
En
esta novela, Ramiro Pinilla afronta el drama de la guerra civil y sus
consecuencias con una propuesta de enorme originalidad. La imagen que sirve de
punto de partida a la historia es difícil de olvidar: en un pueblo del país
vasco, un falangista abandona la lucha armada para instalarse en un descampado
a observar el crecimiento de un esqueje de higuera. Pasa el tiempo, la
siniestra camisa azul se deteriora y es sustituida por un hábito de anacoreta,
la gente del pueblo desfila por el puesto del extraño eremita para confrontar
con él sus puntos de vista, sus antiguos compañeros lo desprecian por su
rechazo a la violencia, otros lo tienen por un santo y hacen correr su fama de
sujeto milagroso. Solo un muchacho, hijo de un maestro represaliado, tiene la
clave de ese extraño comportamiento, que se prolonga durante décadas.
Estructurada como una obra de teatro, por medio de los diálogos entre el
protagonista y los personajes que acuden a entrevistarse con él, La higuera plantea los temas de la
crueldad de la guerra, la prepotencia de los vencedores, el miedo a la venganza
y la imposibilidad de borrar la huella que los crímenes dejan también en
quienes los cometen. En definitiva: los siniestros hilos que componen la trama
de cualquier conflicto bélico.
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