LECTURAS DEL PASADO VERANO (2020) (I)

Esta novela del autor británico David Mitchell tiene un pasaje extraordinario. Orito, la protagonista, una muchacha enclaustrada contra su voluntad en un convento dedicado a una diosa de la fertilidad, recorre furtivamente durante la noche rincones del edificio que le están vedados. Llega así a la sala del altar donde se encuentra la estatua de la diosa. Descubre entonces algo sorprendente: más allá de esa sala se abre otra consagrada a otra estatua de la diosa, que presenta notorias diferencias con la que ella creía única. Y detrás de dicha sala se abre otra, y otra más. Una escultura representa una figura femenina más envejecida que la precedente, otra está al borde del más absoluto deterioro, otra es de un tamaño descomunal. En un momento dado, Orito se da cuenta de que esa sucesión de cubículos forma un túnel que se adentra bajo la montaña sobre la que se asienta el edificio. Algo parecido a este recorrido alucinante es lo que realiza el lector de Mil otoños: un viaje al Japón de finales del siglo XVIII, en el que cada parte de las cinco en que se divide la novela encierra una sorpresa que atrapa y obliga a continuar tan extraordinario viaje. Como ya he comentado alguna vez en este espacio, adoro a David Mitchell, un autor que parte de cero en cada novela y nunca se parece a sí mismo. Empecé este largo periplo de más de seiscientas páginas durante el confinamiento. Demoro el avance, lo alterno con otros libros. No quiero llegar todavía a mi destino. Pocas veces como esta me ha servido la lectura para viajar con la imaginación.

Como suele suceder en literatura, el viaje que constituye el núcleo central de esta novela del escritor romántico Adalbert Stifter tiene una doble dimensión. Es, por una parte, el trayecto físico que recorre a pie el joven protagonista desde la casa de su madre adoptiva hasta la tenebrosa mansión de su único pariente, un tío al que no conoce y que requiere su presencia por oscuros motivos. Este recorrido le proporciona a Stifter la oportunidad de hacer una vívida descripción de la naturaleza de un territorio indeterminado cuyos rasgos coinciden con los de su Bohemia natal. Pero a medida que la alegre excursión del protagonista avanza, el lector cobra conciencia de estar presenciando mucho más que un mero desplazamiento en el espacio: los bellos paisajes, los luminosos senderos y apacibles valles van cediendo paso a un entorno sombrío e inquietante, hasta desembocar en una isla en otro tiempo habitada por monjes y que es el solitario hogar del anciano solterón que da título a la novela. El principal encanto de la prosa de Stifter es su capacidad para recrear ambientes; uno cree marchar realmente con el joven Víctor y su fiel perro lobo por los sinuosos caminos, contemplando la belleza de las cumbres y captando los variados aromas de un esplendoroso mundo vegetal. La descripción de la morada que es el destino del viaje es sobrecogedora: la solitaria isla al pie de una montaña, el lago de aguas quietas que parece conducir al que lo surca al más allá, el viejo caserón que en siglos pasados sirvió de prisión para monjes díscolos. El contraste entre juventud y vejez, entre una vida entregada a los demás y la profunda soledad del que ha elegido el apartamiento, es el eje sobre el que orbita esta obra elegante y clásica, que posee el toque de distinción de los tiempos pasados.

Me ha vuelto a suceder con un libro de relatos de Jon Bilbao: desde que en la primera línea me encontré con la provocación intolerable de un motorista pendenciero a un personaje (hasta entonces) pacífico, me he sentido arrastrada sin tregua a través de historias, escenarios y gente de variada condición hasta llegar al desenlace del último relato, el que da título al conjunto y presenta a la víctima de un desengaño amoroso buscando refugio en el extraordinario paisaje de la isla de Estrómboli. Diría que es literalmente como si la mano del narrador saliera de entre las páginas del libro para agarrarme y llevarme de historia en historia, sin tiempo para respirar y mucho menos para arrepentirme de la aventura. Había pensado dedicar esta reseña a explicar (sobre todo, a explicarme a mí misma) por qué me resulta tan fascinante el universo de este narrador, pero creo que será más ilustrativo acudir a una imagen de uno de sus cuentos, el titulado Una boda en invierno. Los asistentes más jóvenes a una boda, aburridos del banquete, aceptan la sugerencia del novio de visitar algo sorprendente en el pueblo perdido en que se ha celebrado la ceremonia. Se dejan conducir así a una casa abandonada, en la que según se cuenta han aparecido muertos de frío los cadáveres de dos vagabundos, y deambulan por su extraña arquitectura interior, con una creciente sensación de miedo. Lo más sorprendente les espera en el sótano, donde descubren el pórtico de una iglesia antigua, que ha quedado atrapado dentro de la casa moderna cuando esta se construyó. La experiencia de leer a Jon Bilbao es algo así: como deambular por un edificio que no tiene la estructura que uno esperaría, con una inquietud que carece de un origen concreto, hasta descubrir lo que nunca se habría esperado. Por supuesto, de la mano del narrador, que no está dispuesto a soltarnos hasta el final de nuestro viaje.

Pese a la popularidad alcanzada por esta novela, llego a ella como me gusta ―y casi nunca consigo― llegar a los libros: sin noticia alguna de su contenido, aparte de una vaga idea sobre su tono humorístico. Entro en contacto así con el protagonista de Los asquerosos, Manuel, un antihéroe por antonomasia al que la vida se le pone más complicada todavía por unas circunstancias que no pienso desvelar aquí, en justa correspondencia con el hecho de que nadie me las haya descubierto a mí antes. He de decir que leer la primera línea de esta novela y querer seguir sin pausa hasta el final ha sido todo uno. Santiago Lorenzo es un escritor divertido, ágil, unas veces irreverente y tierno otras, y posee un lenguaje exuberante y juguetón poblado de curiosos neologismos de tanta expresividad que se explican por sí mismos. Las peripecias de su poco afortunado protagonista me han permitido reír, conmoverme y también desahogarme de mi aversión por ciertos aspectos de la vida moderna que comparto con el personaje y, al parecer, también con su autor. Este elogio de los seres distintos y del instinto antisocial está además narrado con una doble perspectiva que es el mayor acierto de la novela: es el tío de Manuel el que va contando las andanzas de su sobrino, en una alianza de perdedores unidos por las circunstancias adversas. Ni que decir tiene que, mientras dura la historia, el lector que conecta con ella entra a formar parte también de esa entrañable alianza.

En esta novela, Ramiro Pinilla afronta el drama de la guerra civil y sus consecuencias con una propuesta de enorme originalidad. La imagen que sirve de punto de partida a la historia es difícil de olvidar: en un pueblo del país vasco, un falangista abandona la lucha armada para instalarse en un descampado a observar el crecimiento de un esqueje de higuera. Pasa el tiempo, la siniestra camisa azul se deteriora y es sustituida por un hábito de anacoreta, la gente del pueblo desfila por el puesto del extraño eremita para confrontar con él sus puntos de vista, sus antiguos compañeros lo desprecian por su rechazo a la violencia, otros lo tienen por un santo y hacen correr su fama de sujeto milagroso. Solo un muchacho, hijo de un maestro represaliado, tiene la clave de ese extraño comportamiento, que se prolonga durante décadas. Estructurada como una obra de teatro, por medio de los diálogos entre el protagonista y los personajes que acuden a entrevistarse con él, La higuera plantea los temas de la crueldad de la guerra, la prepotencia de los vencedores, el miedo a la venganza y la imposibilidad de borrar la huella que los crímenes dejan también en quienes los cometen. En definitiva: los siniestros hilos que componen la trama de cualquier conflicto bélico.

Comentarios