POESÍA Y SILENCIO

Rindámonos a la evidencia: casi nadie lee poesía. Muchos de mis amigos y conocidos son asiduos lectores y, sin embargo, me sobran dedos de una mano para contar a los que en alguna ocasión abandonan otros terrenos más transitados ―el de la narrativa, sobre todo, pero también el del ensayo, la biografía o el texto periodístico― para adentrarse en ese otro territorio resbaladizo, evanescente, de las palabras que no siempre quieren decir lo que parecen pero que nos acercan a honduras que de otra forma serían inexpresables. Las que nacen de impulsos libres e inaprensibles, pero están medidas con la precisión que solo puede tener una palabra cuando se convierte en única y necesaria. Nadie lee poesía, es verdad. Y, sin embargo, he tenido a lo largo de mi vida sobradas muestras de su poder.

Recuerdo algo que presencié hace unos cuantos años, cuando formaba parte de una compañía de teatro de calle. Nos encontrábamos en una plaza abarrotada de público y los cómicos habíamos ocupado una elevación que, si no recuerdo mal, formaba parte de la arquitectura del entorno. A nuestro alrededor, los espectadores se agolpaban de pie, pendientes de la actuación. Era un auditorio a partes iguales ruidoso y agradecido. El actor que estaba en ese momento en escena había terminado su intervención, pero sintió que debía hacer algo más por aquel público tan entregado; se arrancó así con un soneto de Lope de Vega, aquel que describe el sentimiento amoroso y que comienza con el célebre verso: «Desmayarse, atreverse, estar furioso…». A mí me pareció una elección arriesgada. El espacio abierto y la aglomeración humana, con sus inevitables ruidos e interrupciones, no hacían de aquel un momento adecuado para sutilezas poéticas. Recuerdo, sin embargo, el silencio que cayó sobre la plaza. La voz de nuestro compañero y los versos de Lope de Vega sobrevolaron la multitud. El público escuchaba en silencio. Muchos de ellos no habrían leído en su vida un soneto barroco, pero recibieron los catorce versos con respeto de entendidos. Cuando terminó la recitación, el silencio persistió unos segundos. Solo se oyó a una mujer muy mayor, de apariencia sencilla, que exclamó con asombro: «¡Qué bonito!».

Hace unos cuantos meses, cuando ya el curso estaba en su recta final, invité a mis alumnos más jóvenes a traer a clase un libro que fuera especial para ellos por el motivo que fuera. Ya dediqué otra entrada en su momento a contar las variadas reflexiones a las que dicha actividad dio lugar. Pero hoy me voy a referir a uno de los alumnos que no encontró nada que traer y a su reacción ante lo que una compañera aportaba. Se trataba de una novela en la que se unían la acción, el misterio y el componente sentimental, mezcla muy del gusto de esa etapa cercana a la adolescencia en que se navega entre aguas dispares. La niña que la había traído a clase la había comentado con entusiasmo y recomendado vivamente a sus compañeros; cuando terminó su intervención, les pasó el ejemplar para que pudieran echarle un vistazo. Entonces fue cuando de una mesa de la segunda fila salió aquella exclamación asombrada: «¡Mira, profe, mira!». El chico que la había lanzado tendía el libro hacia mí, señalando algo que había encontrado entre sus páginas. Por un instante, pensé que había dado con algún objeto ―un mensaje, un pétalo de flor― allí olvidado. Pero no: el muchacho me estaba señalando un poema que aparecía en la página inicial, precediendo a la novela. Tomé el libro de sus manos y leí el texto en voz alta. Era una composición de Samuel Taylor Coleridge y decía así:

¿Y si durmieras?
¿Y si en tu sueño soñaras?
¿Y si en tu sueño
fueras al cielo
y allí cogieras una extraña y hermosa flor?
¿Y si, al despertar,
tuvieras esa flor en la mano?

Ah, ¿entonces qué?

Cuando terminé, en el aula reinaba un silencio cerrado. Solo los que damos clase a jóvenes sabemos lo difícil que es que eso ocurra a partir de la llegada de la primavera. Los chicos me observaban sin parpadear. El que había descubierto el poema no cabía en sí de gozo: tenía la impresión de haber encontrado un tesoro, aunque, por su expresión de desconcierto, sospecho que no terminaba de saber por qué. Es más que posible que muchos de los que guardaban tan respetuoso silencio tampoco hubieran captado el sentido de aquellos versos que parecían emocionar a su profesora. Sin embargo, hubo algo mágico, casi ceremonial, en aquel silencio compartido. Las palabras hermosas tienen un misterioso poder, aunque su significado se nos escape, o tal vez gracias a ello. Valle-Inclán lo sabía muy bien. Divinas palabras.

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