MIS FOTÓGRAFOS (XII)
La fotógrafa nacida en Surinam Mariska Karto es de esas
artistas fronterizas cuya producción se sitúa en la difusa línea entre la
fotografía, el diseño gráfico y la pintura. Algunas de sus obras son difíciles
de catalogar e incluso de reconocer; confieso que me costó un rato decidir en
qué sección debía encuadrar esta imagen que ―de eso no me cabía ninguna duda―
quería comentar en mi blog. El sustrato clásico del tema y su inspiración
pictórica vinieron a aumentar, sin duda, mi desconcierto inicial. La manzana dorada de la discordia es una
reinterpretación de la historia de las tres diosas griegas dispuestas a todo
con tal de ser elegidas como la más bella, y se trata, en efecto, de una
fotografía; eso sí, una fotografía con un grado de artificiosidad y elaboración
que la entronca con nuestro concepto habitual de pintura. La textura nacarada
de la piel de las modelos, su pose delicada y casi dancística, nos remiten de
inmediato a los maestros del Renacimiento o a sus émulos de siglos posteriores,
como Ingres. Karto ilumina la escena con el cuidado de un pintor en su estudio
o de un diseñador de luces en un escenario teatral. Consigue así crear un
ámbito sobrenatural, bello y maligno, en el que probablemente muchos sentimos
el irrefrenable impulso de perdernos. Invito a los que hayan leído hasta aquí a
que exploren el universo de esta artista fascinante. Está poblado de seres
hermosos e inquietantes, en actitudes estudiadas, grandiosas, con cierto toque
malsano. Es el territorio propicio para los que sienten un profundo desapego de
la fealdad y el prosaísmo del mundo real.
Volvemos a los pioneros de la fotografía de la mano del
británico William Hyde (1857-1925), especialmente recordado por libros
ilustrados como Impresiones de Londres,
en el que sus aguafuertes y fotograbados acompañan a los textos de su
compatriota Alice Meynell. Me ha costado elegir entre las sugerentes imágenes
que recogen un Londres sombrío, espectral, casi expresionista, pero me he
quedado finalmente con la titulada San
Pablo al amanecer. La factura lenta y artesanal de esta fotografía dota al
edificio de un carácter extrañamente animado y misterioso. Se diría que la
catedral es un gigante que se despereza, rodeado por las fuerzas que se liberan
al comienzo del día: el humo que traza curvas desde las chimeneas, el cielo que
parece temblar detrás de las torres. Las infinitas tonalidades del gris otorgan
encanto y delicadeza a esta visión de privilegio. Esta y otras preciosas
imágenes de un Londres ya perdido ocupan un terreno fronterizo entre el grabado
y el arte fotográfico; quizá por ello nos producen la impresión de reflejar no
tanto un paisaje urbano que existió, como un espacio que es producto de la
imaginación del autor y ―quizá― de la de todos nosotros.
El fotógrafo armenio-canadiense Yousuf Karsh (1908-2002) es
autor de una extraordinaria galería de retratos; frente a su cámara desfilaron
algunos de los personajes más emblemáticos de ese siglo XX que gracias a su
larga vida abarcó casi por completo. Son retratos expresivos, efectistas, con
una iluminación cuidada y teatral que realza las características no sólo
físicas del modelo y otorga enorme trascendencia al momento inmortalizado.
Algunas de las imágenes más difundidas de ciertos personajes (como ocurre en el
caso de Ernest Hemingway) proceden precisamente del objetivo de Karsh. Pero,
entre todas ellas, me quedo con este retrato delicado y sutil del músico Pau
Casals. El hecho de disponer al modelo de espaldas al espectador concede un
carácter íntimo a la escena; parece que nos estamos colando de puntillas en un
momento de perfecta comunión entre el músico y su violonchelo. Cuenta Karsh que
pasó momentos privilegiados escuchando a Casals interpretar a Bach en la abadía
de San Miguel de Cuixá, hasta el punto de olvidarse de su misión de realizar
una fotografía. Era la primera vez ―confiesa también― que colocaba a su modelo
dando la espalda a la cámara, pero le pareció lo más conveniente en este caso.
El resultado es de enorme belleza y expresividad: rodeado por la oscuridad
solemne de la piedra, el músico se nos manifiesta a solas con su música,
aislado del mundo, lejos de todos y en contacto directo con su paraíso privado.
Ejercitado en el mundo de la moda y la publicidad, el
fotógrafo holandés Erwin Olaf (nacido en 1959) es creador de imágenes limpias,
estilizadas, de un alto impacto visual. Con frecuencia entra en el terreno de
la provocación o busca descolocar al espectador por medio de las actitudes o la
caracterización de sus modelos. La fotografía que encabeza estas líneas
pertenece a una serie que responde al sugerente título de Ojo de la cerradura, compuesta por ocho retratos de personajes
jóvenes en curiosas poses: todos ellos apartan la mirada del objetivo,
clavándola en el suelo, volviendo la cabeza en otra dirección o, como en este
caso, dando directamente la espalda. El que los contempla tiene la impresión de
irse colando en una sucesión de habitaciones privadas cuyos respectivos
habitantes están sumidos en momentos de intimidad caracterizados por la
reflexión, el malestar o el desánimo. En concreto, esta imagen de tonos suaves
y límpidos es la encarnación misma del aislamiento y la introversión: la modelo
que hunde la cabeza entre los hombros y se agarra con fuerza las manos parece
mostrarnos ―por más que quiera esconderse de nosotros― algo más serio que un
mero enfado infantil. Las producciones de este fotógrafo son así: artificiosas,
exquisitas, profundamente expresivas. Podrían parecer un mero juego formal de
no ser porque quien las contempla capta siempre la existencia de un mensaje
oculto tras la cuidada conjunción de luces, líneas compositivas y color.
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