DEMUESTRE QUE ES HUMANO
Hace unos días, empleé un tiempo que se me hizo muy
largo demostrando que soy humana. No recuerdo qué gestión digital me colocó en
semejante coyuntura, qué compañía aseguradora o telefónica, qué compra en línea
o consulta de historial me obligó a demostrarle a una máquina que no soy su
congénere. El caso es que el proceso se me hizo largo por dos razones, porque
el trámite que pretendía realizar era urgente y porque la prueba a la que fui
sometida entrañaba cierta complicación.
Como todo cibernauta, he demostrado en innumerables
ocasiones mi condición de persona. Con frecuencia, tal verificación es de una sencillez
deslumbrante, el simple gesto de clicar en un recuadro junto a una rotunda afirmación:
«No soy un robot». Otras veces, la prueba de humanidad se parece bastante a un
juego infantil en el que hay que seleccionar en una serie de fragmentos
fotográficos los que contienen un paso de cebra, un vehículo determinado, una pieza
de mobiliario urbano. He de reconocer que esta prueba, a fuerza de sencilla,
ofrece en mi currículum un resultado bastante pobre; la acometo con tanta
rapidez y tan poca atención que casi siempre me veo obligada a repetirla. Pero
nunca, hasta el día al que me refiero, me había encontrado con que mi naturaleza
humana dependiera de un mecanismo tan maquiavélico y embrollado.
«Demuestre que es humano», se podía leer en mi
pantalla. Al aceptar el reto, apareció frente a mis ojos un dibujo lleno de
detalles que tardé en identificar. En un primer vistazo, vi formas incomprensibles
situadas en dos columnas y unidas entre sí por extraños amarres. Una serie de
puntos debajo del desconcertante conjunto me informaba de que este era el
primero de varios similares por los que debía transitar. Un mensaje me
informaba de que debía seleccionar el dibujo en el que las formas estuvieran
correctamente emparejadas. No recuerdo cuál era la gestión que me había llevado
hasta allí, pero sí sé que me corría prisa o, tal vez, que era una de esas
gestiones endiabladas que caducan al cabo de unos minutos y obligan a empezar
de nuevo el proceso, en una versión moderna del castigo de Sísifo. Me recorrió
un impulso de impaciencia. Si mi ordenador hubiera sido capaz de detectarlo,
creo que habría sido señal más que sobrada de mi pertenencia al género humano.
Acometí la prueba. Las formas dispuestas en dos
columnas eran siluetas esquemáticas de objetos cotidianos, una plancha, un
ratón de ordenador, un sillón, un vehículo con una persona a bordo. Como se
deducía del enunciado, dichas formas estaban duplicadas y simplemente había que
verificar que las líneas que se desplegaban entre las dos columnas estuvieran
uniendo formas idénticas. Pero ahí estaba el problema: en realidad no eran idénticas;
tenían la misma silueta pero distinta terminación, una estaba dibujada en
blanco sobre negro y la otra a la inversa, o una estaba sombreada frente a la
desnuda simplicidad de su compañera. Las líneas que servían de nexo eran además
de variada catadura, había trazos rectos que unían con la eficacia de una
flecha, pero también cuerdas que hacían trazados sinuosos e incluso un extraño
amasijo plagado de bultos que recordaba vagamente a un intestino. El conjunto
era enloquecedor. Mis ojos se deslizaban a toda velocidad por las siluetas que
no terminaba de identificar como iguales, mi índice izquierdo seguía sobre la
pantalla las retorcidas trayectorias de sus enlaces, mi índice derecho daba
golpecitos al ratón para pasar de lámina en lámina, buscando aquella que
contuviera la combinación correcta y que se me antojaba espléndida y huidiza
como el Santo Grial. Pasé nervios, enfado, impaciencia. Lancé unos cuantos
juramentos, imprequé al inventor de semejante galimatías, estuve tentada de
abandonar, me di ánimos a mí misma, descubrí con euforia que, a partir de
cierto momento, mis sentidos se habían acomodado al juego. En un momento dado,
creo que hasta me divertí. En unos minutos que se me hicieron muy largos,
experimenté un buen puñado de emociones entre la ira y la satisfacción. Fui, me
parece, más humana que nunca.
Iba a terminar aquí la entrada, pero me lo ha impedido una cierta incomodidad, un rumor en mi cerebro que me impedía poner el punto final. Mi mente ha volado de la pantalla de mi ordenador y mis insignificantes gestiones digitales a cuestiones más elevadas. He pensado en los poderosos que dirigen nuestros destinos, en quienes dan consignas sangrientas desde lujosos despachos, en los que se enriquecen con el dolor y la guerra, en los multimillonarios de ideas estrambóticas y helada indiferencia hacia el común de los mortales, y me he planteado qué clase de prueba se les podría aplicar para que demuestren que son humanos. No he encontrado respuesta.
No recuerdo quien escribió que "Nada humano me es ajeno", pero creo que lo escribió pensando en sus defectos, bonita declaración de humildad. Pero cuando lo dicen seres como Donaldo, Felipez o el halcón de las Azores, mucho me temo que va por otro lado...
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