En
la sala de exposiciones de la Fundación Mapfre de Madrid conviven estos días
tres universos bien dispares. Si la primera planta es el reino del paisaje
natural y urbano pasado por el tamiz de los pintores postimpresionistas impulsados por el mecenas Paul Durand-Ruel, en la planta de entrada se reúnen treinta y una
artistas a quienes la coleccionista Peggy Guggenheim proporcionó un importante
espaldarazo al organizar una de las primeras muestras de Estados Unidos
dedicada en exclusiva a la obra realizada por mujeres. Las que hasta ese
momento eran consideradas simples musas, modelos, parejas o, en el mejor de los
casos, imitadoras de los artistas masculinos, pasaron a ocupar el papel
protagonista en una galería neoyorquina en 1943 en la exhibición llamada 31
mujeres. Ochenta años después, se exponen a nuestra mirada algunas de sus
obras, en las que podemos encontrar estilos y puntos de vista de lo más
variados. La pintura figurativa convive con la abstracta, las visiones
realistas con las construcciones fantásticas. Encontraremos perspectivas
críticas, combativas o juguetonas sobre el papel de la mujer en la sociedad. Y
encontraremos también una fuerte presencia del Surrealismo.
En
este movimiento de vanguardia se inscriben las más misteriosas de estas 31
mujeres. La primera es la estadounidense Kay Sage, quien, como buena
militante de las filas surrealistas, nos sorprende y desconcierta no solo con
sus pinceles sino también con sus palabras. Los catorce puñales es el
inquietante título de este óleo de reducidas dimensiones que abre frente a
nuestros ojos una perspectiva que se prolonga más allá de nuestra visión
física, pero también de nuestra imaginación. En una sala despojada como solo lo
son las habitaciones de los sueños, una puerta conduce a una escalera sobre
cuyo final solo podemos especular. Una figura cubierta por una tela blanca nos
da la espalda y se duplica en otra más pequeña que sube (¿o baja?) desde su
posición en el punto medio del tramo de escalones. No he sido capaz de
encontrar nada en este ambiente vacío y onírico que justifique el título. No os
molestéis en contarlos: los escalones no son catorce; no hay tampoco forma
alguna que evoque el filo de un puñal. Todo son interrogantes en esta pintura
que combina la precisión del trazo con la indeterminación de su sentido. ¿Son
cuerpos humanos los bultos que se esconden bajo las telas blancas? ¿Adónde
conduce la escalera? Las figuras ocultas, ¿nos dan la espalda o están vueltas
hacia nosotros, observándonos a través del filtro de su vestimenta, blanca y
larga como un sudario?
31
mujeres presenta para mí el aliciente de poder contemplar al natural por primera vez una obra de una pintora que me encanta, la argentina
Leonor Fini. Mujer con armadura I es un cuadro extraño ya desde su
factura, un óleo sobre lienzo agrietado como si de una pieza de gran antigüedad
se tratara. Del fondo de la oscuridad y de ese tiempo pretérito evocado surge
una de las mujeres fuertes que Fini prodigó a menudo en su pintura. Todo es
puro y desconcertante contraste en esta imagen: la poderosa actitud corporal
del personaje frente a su cabeza inclinada y su rostro ensimismado; la dureza
de la armadura frente a la suavidad de la piel desnuda. La rotundidad de formas
de la parte inferior del cuerpo se contrapone a la cintura inverosímil, a la
delicadeza del torso y los brazos. Una melena negra que se diría de textura
vegetal completa la extraña apariencia de esta mujer al mismo tiempo frágil y
dura, inquietante y seductora, protegida y expuesta. Este personaje creado a
base de ambivalencias emerge apenas de un fondo oscuro del que cuesta
distinguirla. Contemplarla de verdad requiere tiempo: para captar los detalles
que la negrura amenaza con tragarse, para discernir su sentido o tal vez para
elegir entre las múltiples sugerencias que despierta en nosotros.
En
el sótano de la sala de exposiciones ha encontrado acomodo la obra del
fotógrafo Arthur H. Fellig, que ha pasado a la posteridad con el seudónimo de Weegee.
Me parece una ubicación casi simbólica: las fotografías de este estadounidense
de adopción, nacido en Ucrania cuando este territorio formaba parte del
territorio austrohúngaro, son una bajada al submundo de la sordidez y la
delincuencia. Weegee ejerció como reportero gráfico y a esa faceta de su actividad
profesional corresponden imágenes durísimas de víctimas de asesinatos, instantáneas
que muestran a detenidos en comisarías y en furgones policiales, testimonios de
vehículos accidentados y edificios en llamas. El implacable mundo del crimen,
de la noche, de la violencia y la indefensión. Junto a estas fotografías (en
ocasiones, difíciles de mirar), se exponen sus célebres retratos caricaturescos
de estrellas del celuloide. El subtítulo de la exposición recoge estas dos caras
aparentemente dispares en una fórmula genial: Autopsia del espectáculo.
La
sección de la muestra que más llamó mi atención es la que responde al título de Los
mirones. En ella, el intrépido reportero de sucesos que era Weegee se
acerca a situaciones extremas o trágicas centrando su atención en el elemento
humano que las rodea. Vemos así el inevitable círculo de curiosos que todo
suceso conlleva y podemos observar las reacciones de los individuos que lo
forman: el asombro, el miedo, el horror, la risa nerviosa, la indiferencia. A
esta sección pertenece la fotografía titulada Transeúntes contemplando un
incendio en una fábrica aeronáutica, realizada en Nueva York en 1944. Lo
que más me sorprende —y atrae— de esta instantánea es su teatralidad. Colocados
en una posición frontal, dispuestos por estaturas de forma que no se solapen
unos con otros, este conjunto humano que observa con estupor un gran incendio
parece un coro de tragedia. Se diría que sus rostros no salen de las sombras
gracias a la iluminación urbana, sino a los focos que inciden sobre el
escenario. En el margen derecho del grupo, un policía vigila al grupo de
mirones. Es una vuelta de tuerca más en el juego que propone el fotógrafo: observamos
al hombre que a su vez observa a los que observan el incendio.
Para
mí, la mejor fotografía de la muestra, y una de las más hermosas que recuerdo
haber visto en mi vida, se encuentra en la sección dedicada a los desfavorecidos
de la sociedad estadounidense que acogió al propio Weegee en sus primeros años.
Son la gente sin hogar y los trabajadores dedicados a las tareas más ingratas,
que el fotógrafo inmortaliza con especial sensibilidad. La fotografía a la que
me refiero fue realizada también en 1944 y tiene un título largo y descriptivo:
El trapero ambulante Sam Karshnowitz llevando un caballo alquilado para
tirar de su carro. No es fácil para mí explicar la honda emoción que me
produce contemplar esta imagen. Está, por un lado, la inevitable solidaridad con
este hombre de edad avanzada que padece tan duras condiciones climáticas
mientras lleva a cabo su humilde trabajo. Y está, por otro, el elemento formal,
la impactante ubicación de la escena en un espacio oscuro y vacío donde solo
existen la nieve y los dos seres vivos, humano y animal, enfrentados al frío.
Como en la foto que he comentado antes, de nuevo tengo la sensación de encontrarme frente a
un escenario teatral, en el que en este caso un actor de carácter se dispone a iniciar un monólogo sobre su penosa existencia. La imagen me llevó de inmediato al teatro de Bertolt Brecht, pero
también a referencias literarias como Chéjov y su extraordinario relato Tristeza,
en el que un cochero intenta en vano compartir la desolación por la muerte
de su hijo y acaba dialogando con su caballo. Frío, soledad, trabajo duro y
resignado, la grandeza de los más humildes. Cuántas cosas me sugiere esta
fotografía que no me canso de contemplar.
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