TIRAR DE LA ZANAHORIA

Me cruzo por la calle con un chico que va paseando a un perro singular. No hay nada que llame la atención en el físico de este último (negro, tamaño mediano, raza indeterminada), pero sí en el hecho de que sus patas posteriores no responden y el animal lleva la parte inferior de su cuerpo sujeta a un aparato ortopédico dotado de ruedas que le permite moverse. Así avanza, rebosando ese entusiasmo que solo saben sentir y expresar los perros, al lado de su dueño. Un par de días después, veo a una madre que cruza hacia el parque acompañada por su hijo y por un perro elegante y esbelto al que le falta una pata delantera. Este perro es un prodigio de gracilidad: va a la carrera, ansioso por llegar a su destino poblado de árboles, compensando con sus ágiles zancadas la carencia de su extremidad. Admiro su destreza de bailarín y su alegría; me pregunto si tanto este perro como el del aparato ortopédico habrán sufrido un accidente cuando ya vivían con sus actuales amos o si estos se han decidido a adoptar un animalito lisiado, que nunca será el más vistoso y capaz, que siempre les proporcionará una preocupación extra.

Charlo al final de la clase con una de mis alumnas de bachillerato a distancia, que se ha incorporado al curso cuando el primer trimestre está a punto de finalizar. Me explica que cuida a una madre enferma y que tiene un niño con necesidades especiales. Trabaja mucho: se levanta todos los días a las cuatro de la mañana. Me cuenta todo esto con una sonrisa en la que anidan la entereza y la expectación; lleva años sin estudiar y está nerviosa e ilusionada a partes iguales con su reingreso en las lides académicas. No tiene apenas tiempo para preparárselos, pero piensa presentarse a los exámenes. Una fe inquebrantable en que las cosas mejoren, qué duda cabe, es uno de los rasgos de personalidad de esta desconocida sobre cuya vida acabo de tener una panorámica breve y elocuente.

Entro en una peluquería del barrio y me encuentro a la encargada comunicándose por gestos con una anciana muy anciana que está plantada, apoyada en su carro, en medio del local. La peluquera me informa con apuro de que la mujer es una vecina que vive sola y que tiene algo perdida la cabeza: ha salido a la calle con un frío glacial porque dice haber quedado con su sobrina y esta no aparece. La anciana está completamente sorda pero tiene una charla incesante y una gran sonrisa. La peluquera hace llamadas, avisa a la sobrina, que vive a varios kilómetros de la capital y que, aunque no ha quedado en absoluto con su tía, se compromete a venir a por ella. Aparece, en efecto, al rato. Pienso que es un viernes inicio de un largo puente y que se ha tenido que encontrar con un auténtico circo en las carreteras de acceso a Madrid, pero no se le nota: viene sonriente y agradecida. Se lleva delicadamente a su tía, que sale de la peluquería lanzándonos besos.

Estas personas que han desfilado en los últimos días por mi vida me hablan de una bondad callada y discreta, de un empeño en hacer el bien a diario, sin alardes ni autobombos. Mi gratitud hacia ellas es infinita: últimamente tiendo a fijarme demasiado en el detalle sombrío, en la muestras de egoísmo, de mala intención, de estúpida indiferencia y de vileza. Me viene a la cabeza un cuento del gran Gianni Rodari que he leído recientemente con mis alumnos más jóvenes. Cuenta la sorprendente historia de un campesino que descubre que en su huerto ha nacido una zanahoria descomunal. Intenta sacarla por sus medios y no puede; tiene que pedir ayuda a su familia y a la gente del pueblo y, aun así, con tanta gente encadenada aunando sus fuerzas, resulta que es imposible extraer la gigantesca hortaliza. Al final del cuento se descubre la razón: la zanahoria es tan grande que atraviesa el globo terráqueo, y en las antípodas hay otro grupo de gente tirando en dirección contraria, intentando sacarla por su lado. Se me ocurre que esta es una buena imagen para representar la vida en sociedad: un grupo de gente tirando de una zanahoria hacia el lado del bien, sin conseguir sacarla del todo, pero compensando al menos la fuerza que ejercen otros hacia el lado de la maldad. Quiero creer que no les abandonará esa fuerza para resistir, que no permitirán que la valiosa zanahoria se hunda en la tierra y se vaya a las antípodas. «Es un tirón muy fuerte que no terminará nunca», concluye Rodari al final del cuento. Confío en que el maestro de la imaginación no se equivoque.

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