Entro
en la sala de exposiciones temporales del Museo Arqueológico Nacional dispuesta
a ver piezas de la antigua Dacia y me doy de bruces con Gregor Samsa. Emerge de
la oscuridad del espacio en penumbra para darme la bienvenida. Macizo, ovalado,
constreñido en el encierro de su caparazón, tal como nos sugiere Kafka al
comienzo de su novela La metamorfosis: «Una mañana, tras un sueño
intranquilo, Gregor Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto».
La
cartela que acompaña a este inesperado Gregor de piedra me indica que se trata
de la estatua de un guerrero escita hallada en la localidad rumana de Sibioara
y que está datada en torno a los siglos VI y V antes de Cristo. La observo con
detenimiento y asombro. Soy la única que lo hace: los visitantes que se van
incorporando a la exposición deslizan sobre ella una mirada indiferente que de
inmediato se posa en una pieza más llamativa, un casco de guerrero que ocupa
una vitrina cercana. Yo no doy crédito ante mi descubrimiento y me quedo allí
congelada, a la entrada de la exposición. Creo que una de las conserjes se sorprende
ante mi actitud y me observa con recelo. La muestra, que se titula Tesoros
arqueológicos de Rumanía, está llena de piezas magníficas, vasijas de
decoraciones delicadas, coronas finamente labradas, esculturas de dioses y
gobernantes llenas de vida y expresividad, pero yo me quedo anclada al lado de
esta obra modesta, que no es bella ni demuestra un especial dominio del arte,
pero que a mí me llena de emoción.
Mi
Gregor escita tiene las manos sobre el vientre, como si hubiera estado en la
cama hasta hace un segundo y alguien lo hubiera colocado en posición erguida sin
consideración alguna. Casi dan ganas de tumbarlo, de cubrirlo con las sábanas y
de dejarlo dormir un rato más, para postergar el terrible momento de descubrir
su absurda condición de insecto humano. El tiempo ha aportado su granito de
arena a esta curiosa representación deteriorando la parte derecha de su rostro,
que ha perdido su tosco realismo original para adquirir la expresión deforme de
una máscara. También ha roto la parte inferior de la figura, que se estrecha
hasta terminar en punta, como si fuera una gigantesca larva. Este soldado sin piernas
parece encerrado en una especie de almendra enorme; tengo la impresión de que,
si pudiera asomarme a ver su parte posterior, me encontraría con el caparazón
de un escarabajo. Una mezcla de factores variados ―el deterioro, el
primitivismo y, por qué no decirlo, cierta impericia del artista― han confluido
para crear esta pieza sorprendente, un híbrido entre un soldado de la
antigüedad y el símbolo del hombre moderno atrapado en una realidad angustiosa.
En el fondo, reflexiono, no difieren tanto. Tal vez el escita de tiempos
remotos se despertó una mañana convertido en algo que no entendía del todo y de
lo que no pudo escapar.
A veces me da la impresión de ser yo también un guerrero escita encapsulado...la sociedad moderna nos da calor y placer pero a cambio nos mete en unos caparazones de formas diversas y retira discretamente todos los espejos...
ResponderEliminarSiempre agradezco los comentarios, pero de forma especial cuando, como en este caso, tengo la impresión de haber escrito una entrada un tanto estrafalaria, con la que es difícil que alguien se identifique. Me gusta mucho la palabra "encapsulado" que utilizas y la imagen de los espejos que son retirados discretamente para que no seamos conscientes de nuestro propio grado de alienación. Lamento que compartas esta sensación de angustia, pero me conforta que seas capaz de comprenderla y agradezco que te hayas decidido a volcarla en palabras.
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