CUADROS RECUPERADOS (XVII): CUERDAS
Una
de las obras más emblemáticas de la Galería Nacional de Budapest es Mujer
tocando el violonchelo de Robert Berény. En las antípodas de visiones
melancólicas del tema (como el conocido Violonchelista de Modigliani),
este personaje desborda energía en su forma de manejar el instrumento, en su
actitud corporal y, por supuesto, en el vital color rojo que parece salirse del
lienzo e inundar el mundo alrededor. Berény realiza su composición ajustando el
espacio a la figura central, cuyas extremidades marcan los límites del cuadro.
Nada interesa al artista al margen de esta joven de mirada concentrada y manos
largas, expresivas, una bellamente curvada sobre el mástil, sujetando con
delicadeza el arco la otra. Al parecer, la modelo del cuadro fue Eta Breuer,
esposa del pintor, a la que éste retrató en alguna ocasión más acompañada de su
violonchelo, pero nunca con tales vigor y expresividad. Adalid de las
vanguardias ―en especial del Fauvismo― en la Hungría de comienzos del XX,
Berény crea una obra dinámica, llena de fuerza y movimiento: un auténtico imán
para la mirada. Como me sucede siempre frente a los cuadros que representan a
músicos, juego a imaginar la melodía emanada de la interpretación de esta mujer
de rojo. ¿Es necesario decir que está llena de pasión?
(Los cuadros de agosto. 2018)
Hay
cuadros cuyo éxito se basa en la elección cromática. No puedo imaginar a
esta Dama tocando el laúd envuelta en un color distinto al
verde profundo y acariciador de su vestido. El italiano Bartolomeo Veneto
realizó en colaboración con pintores de su taller este retrato que, durante un
tiempo, fue atribuido a Leonardo da Vinci; no es de extrañar, dada la
extraordinaria factura de la obra, la misteriosa delicadeza de la modelo ―tan
en la línea de las mujeres de Leonardo― y los escasos datos que se
conservan sobre su auténtico autor. Pero volvamos al tema del colorido. En un
cuadro que tiene como elemento central la música, Veneto consigue un prodigio
de armonía con la combinación de verdes, ocres y dorados. El personaje emerge
de un fondo oscuro que lo sitúa en un ámbito indeterminado, al margen de las
contingencias humanas. Hay, de hecho, algo sobrenatural en este ser cuya
iconografía se acerca a la de los populares ángeles tañedores de laúd. Su lado
carnal hay que buscarlo en los hombros desnudos, en el juego de la melena y en
la sonrisa contenida. ¿Y qué decir de sus ojos? Melancólicos, pensativos,
llenos de sabiduría a pesar de su juventud. Si alguna vez visito el Getty
Museum, donde esta dama sigue acariciando las cuerdas de su laúd después de
cinco siglos, espero poder escrutar durante largo rato esa mirada llena de
enigmas.
(Los cuadros de septiembre. 2016)
Como
me ocurre con cierta frecuencia, este cuadro me gusta ya desde su mismo
título: El tango de la luna llena. Y digo que me gusta no solo
porque se trata de una formulación sin duda sugerente, sino porque recoge a la
perfección el carácter lúdico y soñador de esta imagen. Su autor es
Fabio Hurtado, un pintor español que recupera desde una perspectiva
contemporánea la elegancia y el desenfado de los años veinte, con una técnica
en la que se deja sentir la huella del cubismo. Sus cuadros están poblados de
mujeres llenas de glamour que leen, conducen, nadan o viajan en tren,
con frecuencia acompañadas por un característico perro como el que aparece en
la esquina inferior derecha de esta composición, mucho más libre e imaginativa
de lo que es usual en este artista. En efecto, nos encontramos frente a una
escena de tintes oníricos, en la que personajes dispuestos en lo que parece más
un escenario de teatro que un paisaje real se dejan llevar por el embrujo de la
música. El tango que da título a la obra los arrastra con su hechizo y su
fuerza: los dos bailarines danzan acoplados como dos piezas geométricas que
encajan a la perfección; la intérprete del primer plano toca su pieza musical
con mirada grave, como consciente del poder que ejercen sobre todos los
presentes las notas que salen de su violín. Una mágica luna llena preside este
conjunto artificial y delicioso. Contemplándolo, me siento tan feliz
como el clásico perro blanco de Fabio Hurtado, que observa la escena con un
gesto que no dudo en denominar sonrisa.
(Los cuadros de julio. 2019)
Visitando
una exposición de pinturas de la colección Abelló, me topé con esta maravilla
salida de los pinceles de Amedeo Modigliani. El violonchelista ocupaba
un lugar de honor en la muestra, en el interior de una vitrina que permitía ver
otro retrato que su autor había pintado en la parte posterior del lienzo. Una
tenue luz invitaba a una contemplación silenciosa y casi reverencial: así
parecían entenderlo los visitantes que se acercaban como atraídos por un imán a
este cuadro que acaparaba gran parte de la atención en una sala llena de obras
interesantes. Tengo la teoría de que, independientemente de su puesto de privilegio
en la citada exposición, hay algo magnético que se desprende de este retrato,
de la expresiva sencillez de su composición, del colorido suave y crepuscular
que ―me temo― no se refleja de forma adecuada en ninguna de las reproducciones
que he podido encontrar en la red. Se me ocurre que en parte ese efecto lo
causa la armonía entre el estilo del artista y el tema representado: la
lánguida estilización de las figuras de Modigliani, su delicada tristeza, casan
a la perfección con la imagen del músico que ensaya en la intimidad de su
cuarto, ensimismado en su rutina, extrayendo a su violonchelo esas notas
melancólicas que producen los instrumentos de cuerda cuando se tocan en
soledad.
(Los cuadros de diciembre. 2014)
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