UN POCO DE ETERNIDAD

En estos instantes finales del año, en que hasta las conversaciones más triviales en bares, ascensores y taxis versan sobre la fugacidad del tiempo, voy a hablar de eternidad. No de eternidad en sentido absoluto, sino de la que nos es posible concebir a los pobres mortales de existencias efímeras; una eternidad moderada y casera, a pequeña escala: la que habita en los árboles milenarios, en las historias cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, en las viejas piedras.

Esta deliciosa pareja está compuesta por la princesa Neferure, hija de la reina Hapshepsut, y el mayordomo Senenmut, encargado de su educación. La descubrí hace unos días en la muestra Faraón de CaixaForum, en la que se exhiben obras de arte y objetos del antiguo Egipto pertenecientes al British Museum. Esta escultura llamó de inmediato mi atención: con su encanto y candidez, destacaba entre las habituales representaciones solemnes de gobernantes, dioses y animales míticos. Según he podido averiguar, es una de las diez estatuas que representan al educador con su alumna, que estuvieron unidos, al parecer ―y esta obra así lo testimonia―, por lazos de profundo afecto.

No creo ser en absoluto original si digo que uno de los medios que tenemos los humanos para asomarnos mínimamente al concepto de eternidad es contemplar las obras del antiguo Egipto: serenas, majestuosas, inmutables. Da vértigo calcular los miles de años que llevan en pie o que han pasado desde que las esculpieron manos dotadas de una de una habilidad sin parangón en su época. Se imponen al que las mira por su grandeza y su antigüedad; en comparación, uno se siente más insignificante y limitado que nunca. Pero a mí lo que más me conmueve es descubrir en esos colosos de tiempos lejanos la huella de lo pequeño y lo mortal. Manos de esposos que se unen con ternura, pájaros que huyen en desbandada, personajes que ofrecen flores a otros o, como en este caso, el gesto inocente de una niñita sentada sobre las rodillas protectoras de su tutor, que la envuelve con sus ropajes en un gesto que simboliza su enorme afecto hacia ella. Una niñita que lleva 3500 años en ese refugio de seguridad y cariño. Lo vulnerable, lo instantáneo, lo pasajero, detenido para la eternidad.

Y, mientras tanto, a nosotros se nos escapan las últimas horas de este 2018 que ―nadie lo entiende― se ha ido cuando apenas acababa de llegar. Minutos, horas, años: pequeñas muescas en la trayectoria de esta pareja de maestro y alumna unidos para siempre por la perdurabilidad de la piedra.

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