LOS CUADROS DE NOVIEMBRE (2018)

El frío ha entrado este año de forma tan radical y repentina, que me ha empujado a elegir como cuadro de la semana este Invierno de Ramón Casas bastante antes de lo que sería esperable. A mí Ramón Casas me parece uno de los grandes de la pintura española (lo cual es mucho decir en esta tierra de pintores) y tengo la impresión de que no ha sido aún valorado como se merece. No es la primera vez que traigo a esta sección una de sus hermosas creaciones, que es, como suele suceder en este artista, un prodigio en el cuidado de la composición y en la expresividad del colorido, además de un perfecto ejemplo de cómo dotar de una singular trascendencia a una escena cotidiana. Este interior humilde atrae como un imán nuestra mirada, tal vez porque apela a una necesidad primordial: es la perfecta representación del cobijo contra las inclemencias del mundo exterior. Resulta fácil identificarse con esta muchacha ataviada con una luminosa blusa blanca y cobijada junta a la estufa, recibiendo el calor de unas llamas que están plasmadas con absoluta maestría. La sencillez del mobiliario, su sabor de otro tiempo, conecta con rincones antiguos de nuestra memoria: ¿quién no ha visto en casa de sus abuelos una silla de enea como la que preside la escena? Una última precisión: por más que miro el cuadro, no consigo distinguir cuál es la tarea en la que se entretiene nuestra joven protagonista. Como no podría ser de otro modo, y para completar mi sensación de placentero refugio, a mí me gusta pensar que está leyendo junto al fuego.


Hace unos días, recibí en mi móvil varias fotografías de obras expuestas en la muestra de pintores y escultores españoles que tiene lugar estos días en la Casa de Vacas de El Retiro. Una persona muy cercana a mí la estaba visitando y quiso hacerme partícipe de sus descubrimientos. Agradezco en el alma que se acuerden de mí cuando ven una obra de arte y, sobre todo, que adopten el papel de reporteros, a la caza de novedades para esta sección de mi blog. Fue así como descubrí al joven pintor e ilustrador español Guillermo Serrano Amat y me sumergí en su mundo oscuro e inquietante. Con un poderoso sentido del dibujo ―tan propio de su faceta de ilustrador― y un espíritu crítico y atormentado, Serrano Amat es el creador de expresivas escenas en las que personajes de extraña mirada blanca se hacinan en calles abarrotadas o se recortan en la soledad de sus viviendas o de rincones urbanos despoblados. Da igual si los protagonistas de sus cuadros están solos, en pareja o en medio de una multitud: es idéntica la sensación de angustia y aislamiento que se desprende de ellos. Entre todas las creaciones suyas que he podido conocer, elijo este cuadro impresionante, titulado Pareja de viejos. Frente a una ciudad de pesadilla, dos ancianos se asoman para contemplarnos con sus ojos vacíos. Se diría que están encaramados a una altura, o tal vez suspendidos en el aire. Él tiene una mueca de máscara que recuerda una sonrisa; ella, hierática y sostenida por las manos del hombre, parece una muerta. El conjunto es profundamente siniestro: las calles y edificios que se curvan, como si fueran producto de una alucinación; la luz artificial que otorga un tono rojizo al tormentoso cielo nocturno. Es una visión altamente incómoda y, sin embargo, nos parece descubrir algo tierno en esta pareja, su carácter de supervivientes de un mundo hostil y caótico, su capacidad para seguir juntos a pesar de todo.


Cuenta el pintor Juan Genovés que en 1973, cuando estaba buscando una forma de plasmar los aires de renovación que empezaban a soplar sobre la sociedad española, presenció la salida de los niños de un colegio. Los chavales corrían, liberados de las clases, y, en un momento dado, varios de ellos expresaron su alegría uniéndose en un efusivo abrazo colectivo. Ese fue el germen de El abrazo, cuadro emblemático por antonomasia, que nos habla de fraternidad humana, superación de viejos rencores y entusiasmo frente a un futuro común. Comenzó así una historia azarosa y vinculada a factores al margen de lo artístico: utilizado como imagen para solicitar la amnistía de presos políticos, transformado en escultura para rendir homenaje a los Abogados de Atocha, encerrado durante casi tres décadas en los almacenes del Museo Reina Sofía y rescatado recientemente por políticos de izquierdas, este cuadro luce ahora en el vestíbulo del Congreso. No sé si tan agitada trayectoria ha desviado la atención de la extraordinaria eficacia de esta obra, de la certera elección de recursos expresivos por parte del artista. Estos personajes que nos ocultan su rostro y que se entrelazan en actitudes entusiastas y efusivas están circunscritos por su indumentaria a una época muy concreta, pero a la vez, recortados sobre un fondo blanco que los aísla de un entorno determinado, parecen representar a la humanidad en general: este deseo de fraternidad es de entonces y de siempre, de aquí y de todas partes a la vez. Es, o debería ser, un deseo de todos. Sobria de colorido y rebosante de emociones, El abrazo causa un enorme impacto sentimental en el que lo contempla por la expresiva gestualidad de sus personajes y el contundente realismo con que están plasmadas las figuras. Tal vez a ello se una –al menos a mí me sucede— la melancólica sensación de que lo que plantea sigue siendo una utopía, porque los tiempos del reencuentro entre hermanos no están ahora más cerca que cuando esta hermosa imagen de reconciliación fue pintada.


En 1929, una joven de dieciocho años que vivía en Valladolid, alejada de las innovaciones de la capital, pintó un lienzo que supuso una sacudida en el panorama cultural de la época y que hizo que numerosos intelectuales de vanguardia se interesaran por ella. Es uno de esos episodios sorprendentes que jalonan la historia de la Literatura y el Arte, en que la llama de la inspiración se enciende en un artista que ni por edad ni por circunstancias personales parece estar en disposición de un proceso creador semejante. La joven pintora se llamaba Ángeles Santos y su cuadro era el titulado Un mundo. Al parecer, unos sugerentes versos de Juan Ramón Jiménez fueron los que sirvieron de inspiración para la creación de esta escena: «[…] vagos ángeles malvas / apagan las verdes estrellas. / Una cinta tranquila / de suaves violetas / abrazaba amorosa / a la pálida Tierra».  La obra de Santos tiene, en efecto, el poder evocador y el misterio del poema de Juan Ramón, pero también una lógica interna rigurosa: el planeta convertido en paralelepípedo, el juego de perspectivas con que se plasman los edificios y personajes que lo habitan, la cadena de mujeres que le roban la luz al sol para encender las estrellas y las que ponen un acompañamiento musical a la escena crean un conjunto ordenado, preciso, que funciona para el que lo contempla como una maquinaria de reloj. A mí me cabe la duda de si este alarde de imaginación recrea un mundo imposible, imaginario, o es más bien la plasmación del interior de una jovencita encerrada en un ambiente que se le queda pequeño y del que habría de liberarse con el increíble vuelo de su fantasía.

Comentarios