UN FINAL ANUNCIADO

Lo confieso: odio la palabra spoiler. Me inspira, de hecho, una aversión violenta y desproporcionada. Intento encontrar los motivos y se me ocurren unos cuantos: su condición de intrusa metida de rondón en nuestra lengua, la insoportable recurrencia de su uso, su carácter de moda que todo lo inunda y uniformiza nuestro pensamiento, su pretenciosa sonoridad, que sitúa al que la pronuncia en el grupo de los integrados, frente al tono trasnochado de expresiones castizas como “destripar el final”.

A mí esta palabra antipática me parece un lugar común esgrimido por los que se resisten (y que, al parecer, son muchos) a concebir una historia como algo más que un mecanismo de incertidumbre-sorpresa que no debe desvelarse hasta el último segundo. Si una historia no me va a sorprender en su desenlace, no me interesa; conocer el final de antemano invalida un planteamiento original y un desarrollo enjundioso. Me parece, en definitiva, un signo de ramplonería mental (iba a decir de infantilismo, pero he recordado a tiempo esa maravillosa insistencia de los niños en oír una y otra vez el mismo cuento. No por haber sido paladeada con anterioridad, una historia pierde de golpe todo su atractivo, como parece que sucede en esta sociedad de usar y tirar).

García Márquez nos demostró cómo el relato de una muerte anunciada ya desde el título no solo no perdía un ápice de interés, sino que ganaba en intensidad. En el otro extremo, la publicidad que rodeó el estreno de Psicosis, del maestro Hitchcock, rogaba encarecidamente a los que habían visto la película que no revelaran el desenlace a los futuros espectadores. Dos extremos igualmente eficaces a efectos narrativos, que me llevan a pensar que mi profunda hostilidad hacia ese término que me resisto a reproducir procede no tanto de su significado como del bombardeo de su uso, en especial entre las nuevas generaciones.

No sé si les sucederá a todos los profesores: oigo constantemente la palabra spoiler en el aula. ¿Explico que a Ulises le lleva un buen número de años regresar a su patria y reunirse con Penélope? Los alumnos me reprochan a coro haberles chafado la intriga. ¿Resalto la singularidad de que el personaje de Celestina muera bastante antes del final de la obra? Alguien clama desde el fondo del aula: «¡Spoiler, profe!» ¿Intento transmitir la emoción del capítulo final de El Quijote, esa conmovedora escena en la que Sancho le propone al hidalgo que agoniza afrontar una nueva aventura, esta vez convertidos en pastores? Alguien exclama con delicioso candor «¡Ah! ¿Pero don Quijote se muere?» Y enseguida: «Pues ya no me lo leo». Lo reconozco: soy culpable, amigos lectores. Con mi deleznable costumbre de incurrir en el spoiler, he disuadido a unos cuantos jóvenes ansiosos, por lo visto, de leer de principio a fin La Odisea, La Celestina y El Quijote.

Hará un par de meses, un comentario de este tipo en una clase de Bachillerato me pilló especialmente combativa. Interrumpí la explicación (no sé qué obra medieval les había arruinado esa vez a mis alumnos con mi manía de adelantar desenlaces) con la intención de demostrar que no siempre un final anunciado da al traste con una buena historia. Me acordé, por supuesto, del maravilloso «El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana…», pero me pareció imposible transmitir en unas pocas palabras la emoción de la novela de García Márquez. Entonces acudí a la pintura, como suelo hacer con frecuencia con estas generaciones tan visuales. Y lo hice con la ayuda de una mujer extraordinaria.


Frida Kahlo pintó El camión en 1929, cuatro años después del terrible accidente que destrozó su cuerpo y su vida. Para el que desconozca las circunstancias en que fue concebida, se trata de una pintura encantadora, con un toque naíf, en la que personajes de variada extracción social viajan en apacible camaradería, en un ingenuo compendio de la sociedad mexicana de la época. La muchacha de la derecha bien podría ser la joven Frida, acicalada y coqueta, abstraída en los planes propios de sus dieciocho años. Pero el que conoce la vida de la autora no puede evitar ver en este autobús un reflejo del que chocó con un tranvía un día de septiembre de 1925 y condujo a la joven Frida a una existencia llena de dolor. El vivo colorido cobra entonces tintes amenazadores, las distendidas actitudes de los personajes adquieren el matiz trágico de quien se dirige hacia el desastre sin saberlo. Uno querría alertar a estos seis viajeros, detener de alguna manera el avance implacable del vehículo hacia su destino fatal. Así debieron de sentirlo mis alumnos, mudos y clavados en la silla, cuando proyecté el cuadro en clase. La alegre escena cotidiana pesaba como una losa sobre sus conciencias: nadie se atrevió, por una vez, a protestar contra tan sobrecogedor spoiler.

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