LOS CUADROS DE AGOSTO (2014)


El pintor polaco Stanisław Masłowski (1853-1926) es autor de paisajes y escenas de género realizadas con un estilo delicado y colorista cercano al impresionismo. Por lo que conozco de él, sus cuadros suelen producir una sensación grata y tranquilizadora en el que los contempla: son hermosos sin estridencias, armónicos, de cuidada factura. Nunca este artista apacible alcanzó un grado de emoción como el que logra en la obra que encabeza estas líneas, titulada Amanecer. Este cuadro produce una primera impresión de realismo fotográfico que una mirada más atenta consigue disipar. El disco solar con su mágico sendero trazado sobre las aguas es el foco principal de atención, y en torno a él se encuentran las siluetas trazadas de forma más precisa, las que tejen las ramas de los árboles en su complejo entramado. A medida que nos alejamos de ese eje central, las pinceladas se van haciendo más largas e inconexas, hasta llegar a la zona de imprecisión y oscuridad de la derecha del lienzo. El efecto es de enorme eficacia: el sol en su ascenso va arrebatándoles a las tinieblas los elementos de la naturaleza y volviendo nítidos los contornos. Desde que descubrí este cuadro en una de mis vagabundeos cibernéticos, no me canso de contemplar la riqueza de matices de una escena en apariencia monocromática, el increíble juego de las pinceladas que varían de consistencia y dirección. El pincel de Masłowski unas veces se desliza sobre el lienzo y otras veces lo puntea con precisión para crear las distintas texturas: la liviandad de las nubes frente al peso de las aguas, la belleza instantánea de un cielo en constante cambio frente a la realidad inmóvil de los árboles. Pero pese a todas estas consideraciones técnicas, sigo preguntándome por qué esta recreación de un tema archimanido me conmueve mucho más que las infinitas plasmaciones de amaneceres y puestas de sol que abarrotan la red. Y también ―es inevitable― qué misterio del arte hizo que un pintor discreto y correcto se alzara de repente hasta tocar cimas tan altas. De momento, no he encontrado explicación. Casi diría que me alegro.


Flor cortada es el poético título de este cuadro del pintor italiano Giuseppe Pellizza da Volpedo (1868-1907). Este artista de trágica y prematura muerte supo captar con extraordinaria sensibilidad la vida de la gente sencilla de su tiempo; los personajes que pueblan sus lienzos trabajan, guían el ganado, pasean, charlan, cuidan de sus hijos o se juntan para defender sus derechos bajo la mirada cómplice del pintor. Especialmente reseñable es la delicadeza con la que aborda el tema de la infancia. Así sucede en este cuadro, que produce a primera vista la impresión de recoger un momento casi mágico: las figuras femeninas vestidas de blanco y las siluetas menudas que las escoltan parecen formar parte de un desfile sobrenatural. Una segunda mirada nos aclara el sentido de lo que estamos viendo y explica el significado de esa “flor cortada” que le da título. Se trata del cortejo fúnebre que acompaña el ataúd de un niño, apenas visible entre los dos personajes centrales. Con enorme sabiduría, el pintor ha elegido plasmar la escena desde una perspectiva posterior, incluyéndonos en el grupo que acompaña al pequeño difunto y otorgando un lugar de privilegio a sus compañeros, esos humildes niños que caminan descalzos y cogidos de la mano y que forman un conjunto conmovedor. El efecto sentimental que causa en mí esta obra se acrecienta con un detalle biográfico: su autor se suicidó ahorcándose cuando su mujer murió al dar a luz. La “flor cortada” con la que había bautizado su cuadro apenas cinco años antes adquiere así un carácter tristemente premonitorio.


Lancelot Théodore Turpin de Crissé (1782-1859) es el largo y sonoro nombre de un pintor francés autor de escenas de género, paisajes y recreaciones arquitectónicas, tres elementos que aparecen combinados en esta Vista del Puente Vecchio en Florencia. Las obras de este tipo tienen el encanto inmediato de suponer la recuperación de un mundo perdido; cuando, además, el entorno en que se ambientan nos es familiar, pueden dar lugar a un juego de comparación entre dicho escenario en la actualidad y tal como lo pintó el artista hace siglos. A este Puente Vecchio es fácil imaginarlo como una fuente de incomodidad para los guardias del museo que lo alberga: es una tentación acercarse a él más de lo permitido para discernir los innumerables detalles que lo componen, los personajes en sus variadas actividades, el retablo colgado en la pared, los escudos de armas en lo alto del muro, la plácida vista del Arno y de Florencia que se divisa entre los arcos. Pero lo que hace especial a esta pintura es el sentido de la medida que demuestra su autor, que no actúa por acumulación, como con frecuencia sucede en las obras de este género. Unos pocos personajes se distribuyen en el espacio con el orden y la claridad de una compañía de danza. La luz que se cuela por los arcos crea zonas de claridad y de sombra y dota al conjunto de un hermoso tono anaranjado. Todo en esta escena cotidiana es limpio y delicado, real y al mismo tiempo artificioso: se diría que acaba de abrirse el telón y que una obra de teatro va a dar comienzo ante nosotros.

Ser un buen retratista es una cualidad añadida a la de buen pintor. No se trata ya sólo de dominar la técnica, de tener las armas para crear una imagen que evoque la realidad o la sustituya por una visión propia: hay que saber adentrarse en el interior del retratado, asomarse a lo que su rostro expresa o pretende esconder; hay que conocer los entresijos del alma humana y darles corporeidad sobre el lienzo. Es una habilidad que rebasa la pintura y conecta esta labor con la de otros creadores, como por ejemplo la del novelista. Yo admiro esa capacidad de crear seres humanos ricos y complejos, sea con formas o con palabras. Y entre todos los retratistas de la historia de la pintura, ninguno me parece más intuitivo y capaz que Velázquez. Su mirada aguda y comprensiva se paseó por una amplia galería de contemporáneos suyos que siguen tan vivos hoy en día como cuando fueron pintados. Esta Dama del abanico cuya identidad ha hecho correr ríos de tinta presenta todos los rasgos de las grandes obras de su autor: la elegancia, la armonía cromática, la pincelada ágil y suelta y ese maravilloso fondo neutro que es en sí mismo todo un hallazgo. El cuadro está lleno de detalles que nos dan pistas sobre la personalidad de la retratada: el gesto apenas iniciado de taparse con el velo, la tristeza de su mirada, la seriedad de su boca. En una mano sostiene un abanico y de la otra pende un rosario, lleva un pronunciado escote pero se cubre con un austero tocado negro: parece estar en varios sitios a la vez, sensual y austera al mismo tiempo, franca pero a punto de hurtarse a nuestra mirada. No parece una modelo que posa sino una dama con la que nos hemos encontrado casualmente y sobre la que nos gustaría saber más. Velázquez ha detenido para siempre la magia de esa primera impresión, el encuentro con una desconocida que suscita nuestra curiosidad antes de apartar la mirada de nosotros y continuar su camino. 

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