VERANOS SOÑADOS

No hay estación que se disuelva más deprisa que el verano. Bastan un día nublado, una semana de trabajo, la simple acción de levantarse cuando aún no ha amanecido o la de meter los pies en un zapato cerrado, para que las largas jornadas de calor se alejen en el tiempo a increíble velocidad e ingresen en ese lugar mítico que ocupan los veranos pasados.

Ahora que me encuentro, como tantos otros, en la fase de perplejidad de reconocerme tan inmersa en la rutina como si el descanso estival no hubiese existido jamás, ha caído casualmente en mis manos un ensayo de Antonio Muñoz Molina titulado Teoría del verano de 1923. Ha sido una feliz casualidad, qué duda cabe,  leerlo precisamente en estas fechas. El ensayo en cuestión trata sobre un verano extraordinario, el que reunió en 1923 en el Cap d’Antibes a un ilustre grupo de turistas en torno a las figuras aglutinantes de Gerald y Sara Murphy. Este acaudalado matrimonio estadounidense se afincó a comienzos de los años veinte en la Riviera Francesa, donde se rodeó de una alegre tropa de gente ociosa, en la que se codeaban sin distinción miembros de familias adineradas y hábiles arribistas, vividores sin rumbo fijo y artistas de talento como Cole Porter, Pablo Picasso y Scott Fitzgerald. Este último inmortalizó esas jornadas estivales en su novela Suave es la noche. La relación entre Picasso y Sara Murphy tuvo afortunadas consecuencias plásticas como el retrato que acompaña estas líneas, titulado Mujer sentada con los brazos cruzados.

El breve ensayo de Muñoz Molina es una preciosa evocación de aquellos meses que oscilaron entre la más pura frivolidad y la creación artística, y que tuvieron el fulgor y la melancolía de todo lo que alcanza su plenitud y alberga por tanto en su interior el germen de su propia decadencia. No se puede estar tan arriba, tan dotado de juventud, vitalidad y capacidad creativa, sin albergar el temor de que cualquier paso conduzca al inevitable declive; de alguna manera, este verano esplendoroso resulta una metáfora de la década de los veinte, que avanzaba inexorablemente hacia su calamitoso final. Pero no voy a incidir más en las reflexiones incluidas en este texto, recogido en el libro de ensayos El atrevimiento de mirar. Sólo me voy a detener en un párrafo que me ha llamado poderosamente la atención y en las evocaciones que ha despertado en mi cerebro. Dice así Muñoz Molina:

«El verano de 1923 es una Arcadia en el tiempo y en las fotografías antiguas, un edén fugaz que contiene en sí mismo no sólo los hechos de aquel verano exacto en el Cap d’Antibes sino también los deseos que no llegaron a formularse o a cumplirse y los que nunca se sabrán, y el sentimiento de intemporalidad que hay siempre en los mejores veranos, en el paisaje simple e inmóvil de arena y de mar, de sol candente y sombras recortadas, en los paisajes todavía no devastados por la urbanización, las carreteras y el turismo donde las figuras aisladas de los bañistas adquirían para quien los viera de lejos una presencia mágica de apariciones».

Al leer las líneas precedentes me vino de inmediato a la memoria la figura de otro ilustre vividor de aquellos años dorados, Salvador Dalí, quien una década más tarde creó una plasmación perfecta de ese verano mágico y atemporal del que nos habla Muñoz Molina. El cuadro al que me refiero se titula Calma blanca y ya lo incluí hace unos meses en la sección del Cuadro de la semana, pero no me resisto a traerlo aquí de nuevo. La superficie acerada del mar, las figuras recortadas de los bañistas, el horizonte en el que se funden agua y cielo, nos crean la sensación de estarnos adentrando en un ámbito que rebasa lo meramente físico. Este verano de Dalí no es ninguno concreto: podría ser uno de los que compartió con Gala en su juventud, como también aquel otro de 1923 el que Picasso retrató incansablemente a Sara Murphy a orillas del Mediterráneo, o cualquiera de los veranos de nuestra infancia, detenido en el tiempo por los pinceles del artista con la misma nitidez con que opera nuestra memoria.

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