LA VOZ RECUPERADA

Releer un libro al cabo de los años supone, entre otras cosas, releerse a uno mismo: descubrir que nuestras impresiones han variado, que lo que sorprendió en su momento ya no lo consigue tanto, que donde predominaba la identificación con los personajes, o la ternura, o la simpatía, ahora priman el malestar o la tristeza. Es lo que me ha sucedido estos días al reencontrarme después de una década, a causa de mi club de lectores, con La voz dormida de Dulce Chacón.

No recuerdo exactamente cuándo leí por primera vez esta historia de víctimas y heroínas anónimas. No soy capaz de poner en pie ―y es un dato que con frecuencia conservo en la memoria― si alguien me la recomendó o si me llegaron noticias de ella a través de una reseña o un programa de radio. Estoy segura, eso sí, de que su autora ya había fallecido por aquel entonces, pero eso, desgraciadamente, sucedió muy pronto y me remite a finales del 2003, apenas un año después de publicarse la novela. Pongamos, pues, que La voz dormida llegó a mis manos hará cosa de una década. Lo que sí tengo grabado en el recuerdo es la intensa sensación de gozo que experimenté con su lectura. Sus personajes, seres sencillos zarandeados por la brutalidad de una época convulsa, me llegaron al alma con su determinación, su entereza frente a la adversidad, su vulnerabilidad y su extraordinaria categoría humana. De todas las historias entrecruzadas que componen este fresco sobre la guerra civil y la posguerra, mi memoria, con su inevitable labor de criba, había conservado una: la intervención de Antoñita Colomé, estrella de la época, en la fuga de dos presas de la cárcel de Ventas. Es, probablemente, la escena más divertida de un libro marcado, como no podría ser de otra manera, por la muerte y la separación. La anécdota, sobre cuya base histórica no tengo certeza, es la siguiente: La cantante y actriz es invitada a la representación de una zarzuela representada por las reclusas y, en el transcurso de la función, finge un aparatoso desmayo que centra en ella la atención de autoridades y carceleras. Dos falangistas irrumpen justo entonces reclamando el traslado de una presa; uno de ellos aprovecha la coyuntura para llevarse también a una jovencita de buen ver, alegando intenciones nada honestas. Los falangistas son en realidad dos guerrilleros; la más joven de las rescatadas, la hermana pequeña de uno de ellos. Pero las autoridades del penal están demasiado pendientes del percance protagonizado por la folklórica como para fijarse en lo irregular de semejante maniobra.

No hay nada casual en las elecciones de nuestra memoria. En ese archivo de libros que los lectores vamos creando en nuestro cerebro a lo largo de la vida, yo había guardado La voz dormida bajo la etiqueta de canto a la fraternidad y a la fe inquebrantable en los ideales, y como muestra había colgado la imagen de la valiente tonadillera desmayándose en primera fila del teatro improvisado mientras dos presas huían hacia la libertad. Habría que preguntarme dentro de un tiempo, pero tengo la sospecha de que un nuevo recuerdo ha venido a ocupar el lugar de ese antiguo, y se trata de una imagen más gris y opaca, mucho menos feliz y complaciente. Porque en esta segunda lectura, la novela de Dulce Chacón me ha producido sensaciones nada optimistas. La contemplación de la brutalidad de la guerra, de las vidas condenadas a la soledad y el encierro, se ha visto a duras penas compensada por la belleza de los sentimientos de lealtad, solidaridad y paciencia de que hacen gala los personajes. Tal vez es que esta década pasada me ha convertido en una persona bastante más triste.

Una de las funciones de la literatura ―por buscarle alguna a una actividad que, en última instancia, tiene la belleza de lo que se justifica a sí mismo, sin tener por qué entrañar utilidad alguna― es la de servirnos de dique frente a la desdicha. Quién no se ha sentido consolado de los propios sinsabores al ser testigo de cómo tal o cual personaje se enfrenta a los suyos. En ese sentido, La voz dormida es un libro ejemplar. Las historias entrelazadas de mujeres que pierden la vida o la de sus seres más queridos, que consumen su juventud en la cárcel por motivos políticos, que se enfrentan a la miseria y las condiciones de vida más insoportables, que se refugian en la amistad y el cuidado de los que las necesitan para no ceder a la locura o la desesperación, son un bálsamo frente a cualquier contratiempo que la vida pueda ofrecernos. Me atrevo a hacer una recomendación: se trata de una buena lectura para los tiempos difíciles (y, a medida que se cumplen años, lo son casi todos). No hay obstáculo o problema cotidiano que no pierda fuelle en contraste con la resistencia de Tomasa, la presa que soporta durante décadas estar encerrada sin tener siquiera una cama, o la fidelidad sin fisuras de Pepita, la mujer que espera treinta años la liberación de su amado para casarse con él.

Una previsión: cuando dentro de un tiempo haya olvidado los detalles de esta segunda lectura, habrá uno que se resistirá a ser borrado. Es una anécdota pequeña en comparación con las grandes historias de amor y muerte que tejen la trama. Lo protagoniza un personaje secundario, una de las presas, que cuando tras años de aislamiento tiene una visita de su familia, se encuentra con que no reconoce a sus propias hijas. Al poco se nos explica la razón: la madre fue encarcelada cuando eran todavía bebés y, durante varios años, la única imagen de ellas que recibió fue una fotografía enviada por la abuela de las niñas. La elección de palabras por parte de la autora tiene un efecto emotivo portentoso; la abuela explica en la carta que había ahorrado “unas perrillas” para hacer el retrato de sus nietas. Pero el envío llega en mal momento. La mujer presa está castigada por haberse negado a rezar el Rosario. En un alarde de crueldad, las carceleras abren la carta delante de ella y rasgan la foto frente a sus ojos, sin permitir que la vea. Una refinada, gratuita, a la vez mínima e incalculable muestra de sadismo. Me atrevo a afirmar que no la olvidaré. Tal vez, si releo La voz dormida dentro de unos años, me acerque a esta entrada para ratificarlo.

Comentarios