LOS CUADROS DE ENERO (2014)
Mi último descubrimiento
en materia pictórica es el artista estadounidense Robert Vickrey (1926-2011).
Utilizando como técnica la pintura al temple al estilo de los antiguos
maestros, Vickrey creó un universo personal, a medio camino entre lo cotidiano
y lo mágico. Sus cuadros se caracterizan por los puntos de vista sorprendentes,
por los juegos de luces y sombras, por la vistosidad que elementos habituales
de nuestro entorno (diseños de baldosas y ladrillos, carteles pegados en las
paredes) adquieren cuando son contemplados desde una perspectiva inesperada.
Traigo hoy aquí una obra suya que me cautivó a primera vista: El cazamariposas. Este paisaje casi naif
tiene para mí un carácter hipnótico; no puedo dejar de contemplar la ladera que
asciende hasta alcanzar el horizonte, la casa iluminada bajo el cielo poblado
de nubarrones, la figura infantil que avanza despreocupadamente entre la
hierba. Hay algo a la vez hermoso y amenazador en esta escena en la que se
presiente el final de la calma y el inicio del temporal. El hondo impacto que
causa el cuadro se debe sobre todo al colorido, al verde esplendoroso que
satura nuestra retina y al blanco que lo salpica sutilmente a través de las
pequeñas flores y del vestido de la modelo. Es la belleza en su más alto grado,
a punto de ser tragada por la tormenta. A mí esta niña que avanza hacia el
cielo tempestuoso armada con su frágil cazamariposas me parece una heroína de
cuento de hadas saliendo al encuentro de su destino.
Es claramente un signo de
la edad: uno empieza a pensar en los libros que no va a tener tiempo de leer,
en los artistas cuya identidad se le escapará por mucho que dedique sus
esfuerzos a conocer al mayor número posible de ellos. Yo navego incansablemente
por la red a la busca y captura de nombres nuevos, de imágenes que me impacten
y me emocionen, que me inquieten o me hagan feliz. A veces doy con un nombre
propio que viene acompañado por la noticia de una desaparición, como me ha
sucedido en este caso. El pintor peruano-colombiano Armando Villegas falleció
el pasado 29 de diciembre a los 87 años. Yo no lo conocía, y seguiría sin saber
nada de él si una casualidad no hubiera hecho surgir en la pantalla de mi
ordenador una de sus bellas y equilibradas composiciones abstractas. A Villegas
se le conoce como un precursor del realismo fantástico, y en esa línea realizó
muchas obras llenas de imaginación, en las que lo tradicional y lo onírico se
mezclan en abigarrada amalgama. Pero a mí me gustan más sus cuadros abstractos,
esos en los que explora las posibilidades del color y trata el lienzo o la
tabla como un campo de experimentación sobre los que hace crecer las texturas
más variadas. El que encabeza estas líneas fue pintado en 1959 y se llama Sin título. Está claro que el artista
ingresa con él en un mundo en el que sobran las palabras y sólo quedan la
armonía de los tonos y el profundo deseo de tocar con la mirada ―ya que no con
los dedos― las sinuosidades de esa superficie que es ya mucho más que una
simple plancha de madera.
El pintor estadounidense
Martin Johnson Heade (1819-1904) tenía ya cuarenta años cuando decidió
abandonar su actividad de retratista para dedicarse a la pintura de paisajes.
En esta nueva faceta de su carrera, se centró sobre todo en la plasmación de
los cambios lumínicos en enclaves en los que el agua tiene una importante
presencia. Lo más fascinante de la obra de este autor son sus cielos:
radiantes, nublados, crepusculares, borrascosos; el firmamento adquiere una
presencia tan corpórea en sus pinturas que se diría que es el auténtico protagonista,
poseedor de un carácter casi humano. Este cuadro titulado Tormenta que se aproxima se basa en un intenso contraste cromático
que atrajo de forma irresistible mi atención desde que lo vi por primera vez.
El esplendor de la tierra amarilla y verde frente a la oscuridad de los densos
nubarrones que se ciernen sobre ella, o el suelo y el cielo, segundos antes de
entrar en conflicto. El hombre sentado en la orilla y el perro que lo acompaña
son los plácidos testigos de esta batalla que va a comenzar en breve. A mí
contemplar esta escena me hace contener la respiración: soy consciente de que
este mundo luminoso está a punto de desaparecer, tragado por la tormenta. Con
su capacidad de observación y la habilidad de sus pinceles, Heade ha detenido
para la eternidad la más efímera de las bellezas y le ha otorgado un aire
sobrenatural. Y es que en ocasiones basta con una mirada atenta sobre la
realidad para encontrar la magia.
Recuerdo de forma muy
precisa la emoción que experimenté en mi primer viaje a Londres cuando, en una
visita a la National Gallery, me encontré con esta visión celestial. El Díptico de Wilton se encuentra expuesto
―o, al menos, así estaba hace más de dos décadas― en el centro de una sala, en
el interior de una vitrina. Tiene un tamaño más bien reducido y hasta que uno
está cerca no capta el motivo en él representado, pero el brillo de su radiante
combinación de dorado y azul atrae como un imán. Yo me recuerdo parada frente
al cristal durante largo rato, pensando en la necesidad de continuar la visita,
pero sin reunir fuerzas para hacerlo. El Díptico
es obra de un autor anónimo del siglo XIV y está dedicado al monarca inglés
Ricardo II, que aparece arrodillado, en compañía de tres santos, en el panel
izquierdo. Pero es la parte derecha, la que encabeza estas líneas, la que causa
una impresión imborrable. La elegancia de los trazos, las refinadas facciones
de los personajes, la armonía casi musical en la disposición de las figuras
hacen de esta corte presidida por la Virgen y el Niño el reino de la delicadeza
absoluta. Y qué decir de esas alas pintadas primorosamente pluma a pluma,
cimbreantes como llamas. Todos estos ángeles lucen en sus túnicas la enseña del
monarca, un ciervo blanco, en un intento por otorgar una dimensión sagrada al poder
terreno. Y, sin embargo, no hay nada más alejado de los torpes manejos mundanos
que este triunfo de lo exquisito.
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