JULIO CORTÁZAR, QUE ESTÁS EN LOS CIELOS
Hoy
se cumplen treinta años de la muerte de Julio Cortázar. Recuerdo con mucha
vividez el momento en que recibí la noticia, aquel lejano 12 de febrero de 1984.
Yo había accedido hacía muy poco a los narradores del Boom latinoamericano y me
parecía que un mundo deslumbrante se había abierto frente a mi ávida mirada de
lectora inexperta. Y entre todos ellos, este cuentista prodigioso ocupaba un
puesto de excepción. Mi hermana, que compartía mi simpatía, fue quien vino
corriendo a darme la noticia; acababa de oírla por la televisión. Recuerdo mi
reacción inesperada: me enfadé. Me enfadé mucho. Le solté incluso un desplante
a la mensajera. Se llevó, la pobre, la consecuencia de mi gigantesco enojo con
la vida. Porque yo acababa de descubrir a ese tipo largo e insólito, y apenas
había empezado a observar el mundo desde su perspectiva, cuando una muerte
prematura me lo arrebataba. Todos los escritores a los que había amado y
admirado hasta ese momento ―Bécquer, Poe, Wilde, Emily Brontë― habían llegado a
mí ya con su condición de ilustres difuntos. Pero Julio Cortázar estaba vivo
mientras yo aprendía de su mano a jugar con el lenguaje y con las cosas más
solemnes. Fue como enterarse de que un amigo se marchaba de viaje para no
regresar nunca.
Cortázar
me enseñó el regocijo que puede esconderse tras la cara sombría de un velorio
familiar. Me dio instrucciones para llorar, para subir una escalera, para darle
cuerda a un reloj. Me mostró las inmensas posibilidades que se abren tras la
sencilla pretensión de recuperar un pelo que se ha colado por un desagüe. Me
demostró que la humanidad entera, con sus afanes y pulsiones, cabe en un atasco
de tráfico. Que se pueden expresar los más íntimos y lúbricos deseos en un
discurso que no contenga ningún sustantivo ni verbo reconocible (y aun así, qué
reconocible y perturbador resulta aquello de «apenas él
le amalaba el noema…»). Que un tipo puede ver cómo su vida se desmorona
a base de vomitar conejitos. Que salir a las calles de París a ver si el azar
cruza nuestro camino con el de la Maga es el más inútil, y por eso mismo el más
bello, de los entretenimientos. Que tender una tabla entre dos ventanas y
caminar por ella pendiendo sobre el vacío es lo más parecido a la incertidumbre
de estar vivo.
Cuando
el director de cine Fernando Trueba recogió en 1994 su Óscar a la mejor
película de habla no inglesa, manifestó frente a la sorprendida concurrencia
que le gustaría creer en Dios para agradecérselo, pero que solo creía en Billy
Wilder. Es la ventaja de los descreídos: podemos elegir al objeto de nuestra
devoción. A mí me sucede con Julio Cortázar. Yo me dirijo a él a menudo ―supongo
que podría decirse que le rezo― desde que hace tres décadas nos abandonó para
ingresar en el Paraíso de los escritores excepcionales. Con todo, habría
preferido tenerlo más tiempo entre nosotros, abriendo resquicios inesperados por
los que asomarse a otra realidad. Supongo que, en el fondo, no se me ha pasado
del todo el enfado que me asaltó hace hoy treinta años.
"a ella se le agolpaba el clémiso", delicioso capítulo 68, deliciosa Rayuela y increíble Cortázar.
ResponderEliminarAy, el glíglico, maravillosa lengua inventada que une a los que amamos al gran Julio.
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