POEMAS EN EL SÓTANO

La biblioteca pública que visito con más frecuencia tiene un sótano para almacenar libros. Supongo que es algo habitual en las bibliotecas de cierta envergadura: lo que está a la vista y al alcance de la mano de los lectores es una parte limitada de los fondos, cuyo grueso está guardado en un lugar de más difícil acceso. Sería imposible ―salvo en un edificio inmenso como la mítica Biblioteca de Babel de Borges― tener expuesto, en estantes a disposición del público, todo el conjunto bibliográfico.

Pero el sótano de mi biblioteca tiene para mí un peso y una presencia especiales. Porque me sucede que de vez en cuando, al introducir en el catálogo online el título que estoy buscando, me aparece el siguiente mensaje: Localización: Depósito Adultos. Sótano. Eso quiere decir que el libro que deseo no se encuentra disponible en una de esas estanterías por entre las cuales me gusta tanto pasear; que no me será posible seguir el orden alfabético de las signaturas hasta localizarlo y extraerlo de su sitio con mis propias manos. Porque ese libro está bajo tierra, enterrado en un sótano, lejos de los ojos de los lectores.

Siempre que me sucede lo que acabo de contar, me viene a la cabeza el irracional pensamiento de qué habrá hecho el libro en cuestión para merecer semejante castigo. Inevitablemente me lo imagino como un niño confinado a una habitación oscura mientras sus compañeros de clase se divierten en el patio. Recuerdo entonces la explicación que un empleado me dio al respecto hace unos años: para conseguir un libro que se encuentra en el depósito, tan sólo tengo que rellenar una solicitud y regresar al cabo de cierto tiempo a buscarlo. Qué fácil y tranquilizadora aclaración, pero qué inútil. El libro condenado a la oscuridad y al silencio me sigue pareciendo un reo en una celda de castigo. ¿Bajarán a ese destierro los títulos que sean poco solicitados, o tal vez se realizará la criba siguiendo el criterio arbitrario de algún encargado que se venga así de autores y géneros que le disgustan? A mí me posee entonces un espíritu de rebeldía y siento el impulso de liberarlos a todos. Aún no he encontrado la manera, como no sea la lenta y paciente labor de hacer solicitudes por escrito e ir sacando a pasear a los libros encerrados.

El pasado 30 de enero murió Félix Grande. Siempre que muere un poeta, siento remordimientos por leer tan poca poesía; me apresuré por ello a introducir su nombre en el catálogo de mi biblioteca municipal y descubrí que aparecía en él un puñado importante de sus obras. Abrí la ventana informativa de cada una de ellas para comprobar si se encontraban disponibles. Entonces comenzó mi decepción, porque, uno tras otro, todos los ejemplares fueron mostrándome el mismo mensaje en el apartado que informaba sobre su ubicación: Depósito Adultos. Sótano. Terminé mi búsqueda, cerré la página web y me quedé pensativa. Toda la poesía de Félix Grande está guardada en el sótano. Imposible tender la mano, sacarla de la estantería y traérmela a casa para ser mi compañera por un tiempo. Cuánto tiempo llevaría encerrada ahí abajo, en medio de la oscuridad. (Omito aquí las conclusiones baratas que saqué, sobre el paralelismo entre esos poemas desterrados y las cosas realmente bellas e importantes de la vida, que a saber en qué sótano estamos confinando.)

Paso al obvio desenlace de esta historia: a la primera ocasión, pienso acudir a rescatar del sótano en que habita la obra completa de Félix Grande, que lleva el sencillo y revelador título de Biografía. Entre tanto, traigo aquí este poema suyo encontrado en la red. Se trata de un soneto que expresa el profundo asombro del poeta ante el amor; su alegría ante la increíble coincidencia de que dos seres afines lleguen a encontrarse en la inmensidad del universo y se dispongan a afrontar juntos la más apasionante de las tareas: conocerse.

Del árbol de los tiempos nos hemos desprendido
bajo todo un sistema de galaxias de años;
y ahora estamos mirándonos y nos vemos extraños
igual que dos océanos que se hubieran unido;

hemos viajado tanto, es tan hondo el misterio
de coincidir, y amarse, desde vías tan remotas;
aún estamos buscándonos en el tiempo: dos motas
de polvo de ciprés tanteando un cementerio;

nos estamos mirando como dos aves pobres,
lastimados de vuelo, lastimados de espacio,
lastimados del tiempo que nos ha estado viendo;

nos estamos mirando lo mismo que dos sobres
cerrados el uno frente al otro que, despacio,
se van abriendo, se van abriendo, se van abriendo.

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