HOGAR, TRISTE HOGAR

Cuando dentro de un tiempo recuerde mi visita de este verano a la Galería Nacional de Arte de Tirana, me vendrán a la cabeza varias cosas: en primer lugar, el estado de confusión mental en que me hallaba, fruto de la ingestión de una serie de pastillas contra el mareo que me salvaron de zozobrar en las carreteras albanesas pero a cambio me dejaron sumida en un nivel de lucidez bastante precario. En segundo, la impresión de ver a un guía local golpear repetidas veces la superficie de un lienzo con la mano para señalar a su auditorio los detalles que quería resaltar, sin producir reacción alguna por parte de la seguridad del museo. Yo, que por cuestiones ya explicadas tenía una percepción dudosa de la realidad, pensé por un momento estar soñando. Me puse a meditar amargamente sobre una escena que viví años atrás en Londres y que me avergonzó mucho, cuando un guardia de seguridad de la National Gallery se lanzó hacia mí como una fiera porque le pareció que la distancia entre un autorretrato de Rembrandt y mi cara era más corta de lo recomendable.

La siguiente cosa que recordaré será, curiosamente, la colección de obras del realismo socialista. Digo “curiosamente” porque parece estar de moda, y supongo que es hasta cierto punto explicable, el desprecio hacia todo lo que en arte suene a comunismo y propaganda soviética. A mí es un estilo que me llama mucho la atención, en parte porque lo tengo muy poco visto. Me atrae especialmente la escultura, que me parece expresiva y poderosa, y agradezco también ver elevados a la categoría de tema artístico al hombre y la mujer trabajadora, al fogonero, a la campesina, al herrero, a la lechera, al operario. Luego hay que tener en cuenta, claro está, las dotes particulares de cada artista y la altura estética de cada pieza. Supongo que la animadversión generalizada que despierta esta corriente solo podrá calmarse con el tiempo, y que el espectador del futuro podrá juzgar la obra de arte al margen del adoctrinamiento ideológico, del mismo modo que hoy somos capaces de hacer, por ejemplo, con los frescos románicos. Una aclaración: en la Galería Nacional se podía hacer fotos (¿cómo no, si se permite a los guías tocar repetidamente la superficie de los cuadros?), así que las imágenes que acompañan a esta entrada fueron tomadas por mí, cuando me alejé del grupo para recorrer las salas vacías en ese estado de somnolencia beatífica en que me encontraba.


Pero dejo para el final lo que sin duda recordaré con mayor viveza. Lo encontré en un rincón del piso alto, en la sala dedicada al arte moderno. Cuando accedí por la escalera descubrí que era la única visitante; la sala no era demasiado grande, y entre todas las obras expuestas, una pareció atraerme como un imán. Su título original en albanés es “Buzë mbremje”, lo que traducido –me dicen- significa “Al atardecer”. Fue pintada en 1989 por el artista albanés Agron Bregu, del que no he podido encontrar dato alguno en la red. 


"Al atardecer" representa a una familia en torno al triste vacío de su mesa de comedor. Las miradas de los personajes siguen trayectorias divergentes y no llegan a encontrarse nunca: la madre mira al infinito, angustiada por no tener nada con que preparar la cena para su familia; el padre lucha por concentrarse en su lectura; el hermano mayor clava una mirada llena de reproche en el padre, que no le corresponde; la hermana cruza por el fondo de la escena, abstraída como un fantasma; el hermano pequeño nos mira a nosotros, espectadores, y nos incluye en su drama familiar. Toda la miseria y la incomunicación de un pequeño núcleo humano se recoge en esta pintura sencilla, de restringida gama cromática. El espectador sospecha que lo que se está cociendo entre estos personajes, la carencia a la que se enfrentan, es algo mucho más hondo que una mesa sin alimentos. Un detalle sobrecogedor: colgada de la pared, hay una reproducción en blanco y negro de la misma escena que estamos contemplando. La situación se perpetúa y se estira hasta el infinito; no hay salvación posible para este triste hogar.

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