LAS PIEDRAS DE KADARÉ

Supongo que todos jugamos a fantasear de vez en cuando con lo que habría sido nuestra vida en otras circunstancias. Yo lo hago a menudo: “Y si hubiera nacido en otro país…” “Y si tuviera un trabajo de oficina…” “Y si hubiera nacido hombre…” “Y si mi familia fuera otra…” Es el juego de los “y si”. No siempre llego a una conclusión clara sobre cómo habrían repercutido en mi personalidad unas circunstancias distintas a las que tengo, pero algunos posibles cambios se me antojan trascendentales, demoledores. Uno de ellos: cómo sería yo ahora si desde niña no hubiera sentido, y no se me hubiera fomentado, un enorme amor por la literatura. Porque me resulta evidente que las palabras de los escritores no solo me acompañan y divierten, no solo me enseñan y deslumbran, sino que con frecuencia aportan a mi realidad un matiz especial. Toledo no sería el mismo sin Bécquer. Me resulta imposible pasear en Soria por las orillas del Duero sin que acudan a mi cabeza los versos de Antonio Machado. La Venecia que visité por primera vez de jovencita habría sido distinta de no haber leído antes La muerte en Venecia, de Thomas Mann; cuando conocí la catedral de Notre Dame, habría jurado ver al jorobado de Victor Hugo saltando de pináculo en pináculo. Pero a veces sucede al revés, y la literatura viene a modificar lo que ya se ha vivido, a dar un nuevo sentido a nuestros recuerdos.

El pasado 25 de julio, visité la ciudad albanesa de Gjirokastra. Es una población del sur del país, encaramada en la ladera de una montaña, compuesta por unas sorprendentes casas con tejado de piedra, y que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO debido a su peculiar arquitectura. A pesar de ello, pocos la habrían oído nombrar de no haber sido la patria de un escritor extraordinario, el novelista Ismaíl Kadaré.

Guardo de mi visita a Gjirokastra un recuerdo agridulce, influido probablemente por el cansancio que, a esas alturas del viaje, empezaba a hacer mella en mí. Para acceder a la ciudad hay que recorrer unas carreteras sinuosas y empinadas, que en verano están además rodeadas de incendios, dada la costumbre local de quemar la maleza para asegurar el pasto para el ganado. Los fuegos proliferan aquí y allá, aparentemente sin control, muy cerca del asfalto; el humo inunda a veces la carretera y los vehículos lo atraviesan cautamente, intimidados por la repentina oscuridad y las curvas. Cuando uno desciende al fin en la plaza central de Gjirokastra, se encuentra con un panorama gris. Todo es piedra en esta ciudad: las calles, los tejados de las casas que se encaraman unas encima de otras, la fortaleza que preside el conjunto desde lo alto. A mí me pareció un lugar muy triste, con sus mujeres de negro, sus pandillas de muchachos recorriendo las calles sin nada que hacer, sus empinadas cuestas fabricadas con cantos que se clavan en los pies a través de las suelas, su terrible ciudadela llena de armamentos de la época soviética, dominándolo todo, como una amenaza. Me habría acordado poco de ella en lo sucesivo de no ser porque una compañera de viaje tuvo el acierto de leernos unos fragmentos de la novela Crónica de piedra de Kadaré. A mi regreso a Madrid la busqué, y su lectura iluminó, de forma sorprendente y retrospectiva, mi visita del mes de julio a Gjirokastra.

Crónica de piedra (o Crónica de la ciudad de piedra, como aparece con frecuencia traducida) es una novela de infancia, con todo el encanto y la riqueza de perspectivas que eso aporta a la narración. Ismaíl Kadaré pasa revista a su niñez en su ciudad natal, ese animal petrificado que se aferra a la empinada ladera de una montaña y que presenta la sorprendente dualidad de ser sólido e inmutable frente a las tempestades humanas, pero a la vez estar animado por un misterioso aliento que hace que, a los ojos del joven protagonista, las calles parezcan cambiar de trayectoria, evitar la confluencia o salir al encuentro unas de otras, igual que las dependencias de las casas se enemistan entre sí y sienten celos a causa las preferencias que sus habitantes manifiestan por ellas. Es, realmente, un escenario asombroso, poblado por seres singulares, divertidos, entrañables: las comadres que corretean aquí y allá llevando noticias, el inventor local que intriga y asombra a todos con sus locos empeños, la vieja que se dedica al oficio de aderezar novias para la boda, el eterno delincuente menor que entra y sale de la cárcel con precisión de oficinista, las “viejas de la vida”, ancianas centenarias que llevan décadas encerradas en sus casas pero que tienen la fuerza extraordinaria de la ciudad que las vio nacer. Es un mundo anclado en el pasado, en el que ponerse gafas es un acto de osadía y cualquier hecho extraño se achaca a la intervención de brujas. Pero es también una época terrible, los inicios de la Segunda Guerra Mundial, y Gjirokastra está enclavada en el peor lugar posible. Por sus calles desfilan en confuso tumulto los invasores italianos, los griegos, los alemanes, los soviéticos. Los guerrilleros se amparan en las montañas circundantes y bajan de vez en cuando a descargar su rabiosa reivindicación de una ciudad libre, ellos mismos no saben bien de qué invasor. A pesar de la brutalidad del tiempo en el que transcurre, la novela está poblada de personajes encantadores, de pasajes poéticos en los que la magia de la infancia se sobrepone a todo. El pequeño Ismaíl y su buen amigo Ilir reflexionan sobre los sucesos, escuchan con atención y estupor los comentarios de los mayores sobre temas que entienden a medias, fantasean con la idea de hacerse terroristas o guerrilleros y espían con admiración las evoluciones de los aviones de guerra, no importa quién los pilote. Viven con irreflexiva alegría las bajadas al sótano para buscar cobijo durante los bombardeos, las evacuaciones a la ciudadela o a las aldeas cercanas. De vez en cuando, la mano protectora de una persona mayor les tapa la cara y alguien dice: “Que no lo vean los niños”. Pero Kadaré adulto no priva al lector de esas escenas terribles, narradas con sobrecogedora eficacia de medios, en las que se resume todo el horror de una guerra que nadie entiende y todos padecen.

No quiero terminar esta reseña sin hacer mención al traductor al castellano, el recientemente fallecido Ramón Sánchez Lizarralde. El lenguaje de Kadaré es prodigioso: conciso, contundente, poético, bellísimo. Pero nunca lo habríamos podido apreciar sin la labor esmerada de este traductor que consigue que las páginas escritas en albanés suenen como si hubieran sido concebidas originariamente en castellano.

Crónica de piedra tiene el más emocionante de los finales posibles. Han pasado los años y el autor ha viajado mucho; sin embargo, siente dentro de sí una vinculación con su ciudad natal, como la huella de un cordón umbilical que lo ata para siempre. El novelista plasma esta unión con una imagen preciosa: cuenta que, cuando va caminando por otras ciudades, con frecuencia tropieza donde nadie lo haría, en lugares donde no hay obstáculo alguno a la vista. Los transeúntes se lo quedan mirando, sorprendidos. Pero él sabe la razón de estos extraños tropezones: son las piedras y lajas de su ciudad, que afloran en el asfalto de cualquier calle del mundo sobre la que él camine. Es Gjirokastra, que sale a buscarlo se encuentre donde se encuentre. Desde que leí esas conmovedoras líneas, guardo un recuerdo distinto, emocionado y luminoso, de aquella ciudad gris que visité un día del pasado mes de julio.

Comentarios

  1. ..."Y si yo un día no hubiera abierto esta ventana", nunca habría conocido a gente que escribe y comparte letras, palabras,sensaciones y muchas cosicas más como tú...
    Besicos salados

    Me quedo por aquí y volveré

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  2. Siempre es una alegría encontrar a alguien dispuesto a jugar. Prosigamos el juego: "Y si yo no lanzara mensajes como este al mar de la red (único mar que nos podemos permitir los habitantes del interior)..." En ese caso habría muchas cosas que no me sucederían, fundamentalmente establecer contacto con personas como tú. Bienvenida a este espacio y un beso que solo es salado por el recuerdo -ya algo lejano- de los últimos días pasados junto al mar.

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  3. Beatriz, tu comentario me ha reproducido la sensación de tristeza que tuve allí. La terracita donde se podía uno sentar y lo sórdido de su interior. La sensación de algo que se acaba y que será difícil recuperar. Me asusta leer a Kadaré.
    De todas formas lo mejor de esta entrada tuya es que ha reunido a mis dos blogueras favoritas. Besos a cabopa. Lola

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  4. Piérdele el miedo a Kadaré, Lola; desde que he leído "Crónica de piedra", mis recuerdos de Gjirokastra son mucho más hermosos. En cuanto al encuentro entre tus dos blogueras favoritas... Ya sospechaba yo que esta lectora inesperada con aires marítimos tenía algo que ver contigo. Besos a las dos.

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  5. Me recuerda este juego al de Milan Kundera consolándose con la idea de que nunca sabremos lo que nos habría ocurrido por ese otro camino que no elegimos. Seguramente habríamos dejado de ser nosotros ... Long live your blog, querida Bea! Hacía tiempo que no me asomaba por aquí y sigue siendo delicioso. Luis Fdez.

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  6. Me resulta difícil consolarme con la idea de Kundera, Luis: supongo que nos pasa a los eternos insatisfechos, que las opciones que no elegimos siempre nos parecen mejores que las que se hicieron realidad. Tuve hace años un profesor que nos decía lo siguiente: "Lo mejor es siempre lo que sucede, porque al menos es real". Es una máxima que me repito a menudo, con la esperanza de que algún día funcione. Quién sabe si con los años lo lograré. Bienvenido de nuevo, Luis. Es un placer tenerte de vuelta.

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