A VUELTAS CON LA FELICIDAD

Está claro que los libros se hacen eco unos a otros, que entablan conversaciones que trascienden a sus autores y lectores para enredarse en un juego de coincidencias y repeticiones. No en vano los temas literarios se reducen, en última instancia, a un simple puñado de motivos unidos a la existencia humana: el amor, la muerte, la soledad, la lucha, la rendición, la pérdida. Pero a veces esa lotería que rige el orden de nuestras lecturas hace que un libro deje flotando en nuestra mente un determinado tema y el siguiente lo continúe con naturalidad, como quien recoge un guante y acepta un desafío. Me encanta cuando esto me sucede. Me acaba de suceder.

La novela Los días perfectos, de Jacobo Bergareche, arranca con unas palabras de Abderramán III que, según he podido averiguar, el califa escribió cuando tenía setenta años y estaba en su lecho de muerte. En dicho texto, el gobernante repasa brevemente sus más de cincuenta años de reinado, da cuenta del amor de sus súbditos y el respeto de sus enemigos, de las riquezas, el poder y los honores que ha alcanzado; una existencia, en definitiva, que colmaría las aspiraciones de cualquier mortal. Pero la admiración suscitada por tan glorioso balance queda congelada ante la afirmación que lo remata: «En este predicamento, conté diligentemente los días de pura y genuina felicidad que me tocaron: ascienden a catorce». La cita del monarca andalusí es el prólogo perfecto para la reflexión que realiza Jacobo Bergareche sobre, como reza el título de su novela, «los días perfectos», los que el narrador ha compartido con dos mujeres de intensa —que no necesariamente larga— presencia en su vida, su mujer y su amante. En sendas cartas dirigidas a ellas, el protagonista de Bergareche analiza la esencia de esos días extraordinarios en los que parece que nada falta; esos que, a pesar de no albergar hechos excepcionales, guardan en su interior una felicidad sin fisuras; esos que resultan inexplicables vistos con perspectiva: ¿por qué una simple jornada de playa, una comida no muy atractiva en un restaurante, un viaje lleno de contratiempos pueden ser el ejemplo máximo de la felicidad?

Con los ecos de la reflexión de Bergareche aún resonando en mi cabeza, me he adentrado en un ámbito bien distinto, el universo oscuro, inquietante y durísimo creado por Philippe Claudel en su novela El crepúsculo. La acción se sitúa en una población sin importancia en un rincón perdido del imperio austrohúngaro. Un policía con deseos de ascender y poca oportunidad de hacerlo en tan insignificante ubicación se encuentra con el caso de su vida: el asesinato del párroco local. En una comunidad mixta formada por una mayoría cristiana y una minoría musulmana, el inexplicable crimen deriva pronto hacia terrenos atravesados por la intolerancia y el odio al diferente. Claudel es un maestro en la creación de mundos cerrados, alejados de nuestra realidad cotidiana y que, sin embargo, resuenan como fuertes aldabonazos en nuestra conciencia. Pues bien: en medio de esta expresiva recreación de problemas de terrible actualidad, hay un momento luminoso. Lo protagoniza Baraj, el ayudante del policía local, un hombre sencillo que ha sido objeto de malos tratos desde la infancia y que vive apartado de todos, en compañía de una pareja de perros a los que idolatra. Claudel nos lo muestra sentado frente a la chimenea en su humilde vivienda, acariciando el pelaje de sus fieles compañeros y mascando tabaco. De pronto siente que atraviesa su mente una de las preciosas formulaciones poéticas que lo suelen asaltar y que deja escapar tras disfrutarlas apenas unos segundos. Porque Baraj, en su absoluta falta de educación y refinamiento, es un poeta nato. El narrador reflexiona: en ese mismo instante, hechos notables están sucediendo en innumerables puntos del Imperio; se están cerrando acuerdos, se están celebrando fiestas suntuosas en palacios de príncipes, donde elegantes damas y caballeros danzan con despreocupación o se llevan a la boca los manjares más exquisitos… Pero, en contraste con ese deslumbrante despliegue, se nos informa de que «Baraj pensó que era el más feliz de los hombres». Y un poco más adelante, apostilla el narrador: «…sin la menor duda en verdad lo era».

Llevo desde ayer dando vueltas en la cabeza a mis recuerdos más felices. Es un ejercicio agradable si se consigue que la nostalgia quede fuera de la ecuación. Han desfilado por mi memoria hechos insignificantes, lugares que no volveré a pisar, miradas y roces con personas que ya no están, pero también con otras que siguen presentes en mi vida. En esta película hay muchos planos de pies salpicados por las olas a la orilla del mar y unos cuantos de escenarios que se iluminan bajo los focos. Coches que surcan carreteras, con frecuencia no recuerdo en qué dirección. Momentos de arrobo casi extático frente a obras de arte. Animalitos adorables. Pienso seguir rescatando más retazos de felicidad, pero, de momento, he llegado a una conclusión. No soy, como el personaje de Claudel, la más feliz de los mortales, pero mis días de felicidad superan con mucho los catorce de Abderramán III. Soy afortunada.

Comentarios

  1. Preciosa reflexión. Enhorabuena

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  2. Muchas gracias. A lo mejor habría que darme también la enhorabuena por haber disfrutado de más días de felicidad que el melancólico Abderramán.

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