EL PINTOR, EL TIRANO Y LAS SOMBRAS
El
pintor Michelangelo Merisi, recordado por la posteridad como Caravaggio, llegó
a Sicilia a principios del siglo XVII, tras una concatenación de actos
violentos que lo había llevado a huir de Roma y a recalar brevemente en Nápoles
y Malta. Estos frenéticos cambios de escenario son una plasmación geográfica de
un terrible itinerario personal. La historia del arte (también la de la literatura) es así: con frecuencia sentimos devoción estética por completos criminales. El
caso es que el prófugo Caravaggio llegó en 1608 a la ciudad de Siracusa, donde tuvo
lugar el encuentro que me dispongo a relatar. Aquí he de hacer un inciso. He
encontrado numerosas fuentes en la red que sitúan la siguiente anécdota en 1586,
datación que (perdón por la osadía) encuentro harto improbable, dado que en esa
fecha nuestro protagonista tenía apenas quince años y vivía en el norte de
Italia, entre su ciudad natal, Milán, y la población de Caravaggio, a la que
debe su sobrenombre. No se me alcanza qué podía hacer este joven apenas
iniciado en la tarea artística viajando por Sicilia y protagonizando una
anécdota que se haría muy popular. Pero poco importa. Fuera un adolescente o un
hombre cercano a la cuarentena que huye de la justicia, el caso es que nuestro
pintor se encontró en Siracusa con una extraña formación rocosa que disparó su
imaginación. Tal vez, después de todo, sí que fuera un adolescente.
El
visitante moderno que recorre el Parque Arqueológico de Neapolis encuentra
señalizado en su recorrido este hito que lo vincula, a través de la fantasía de
un pintor barroco, con la historia antigua de Siracusa. Una amalgama de leyenda,
invención e historicidad. Una amalgama improbable y preciosa. El más bien
gregario turista de nuestros días sigue de forma irremediable un ritual que incluye
fotografía en la puerta, ingreso en la misteriosa cavidad con la mirada
dirigida hacia lo alto y comprobación de la acústica (es un hecho
incontrovertible: todo el mundo recita o canta al entrar en la Oreja de
Dionisio). Lo que rompe esta concatenación de actos intrascendentes es el
inesperado encuentro, en lo más oscuro de la cueva, con una mirada quieta.
Todo
el parque de Neapolis está salpicado de esculturas del artista contemporáneo
Igor Mitoraj. Se trata de piezas llenas de sugerencias que se hermanan con los
restos griegos y romanos del recinto arqueológico. Son torsos mutilados,
rostros de pupilas vacías, personajes alados o con la cara cubierta por un velo
que se integran en los huecos creados por las ruinas y en los recovecos de las
grutas artificiales. Referencias a personajes míticos, a Dédalo, a Ícaro, a
Vulcano. Estas piezas poseen carácter simbólico y una indeterminación que
resulta inquietante. Se asoman a las gradas del anfiteatro, yacen fragmentadas en el suelo del circo, se yerguen sobre
las aguas quietas del interior de la cantera. Son clásicas y modernas, bellas y
misteriosas.
Pero la más sobrecogedora de todas estas esculturas es una cabeza de dimensiones considerables situada en la zona más profunda de la Oreja de Dionisio. Un rostro humano que solo se atisba cuando el visitante, acostumbrado a la falta de luz, se sobresalta al captar una mirada que emerge de las sombras. Es toda una paradoja: una escultura colocada donde no puede ser contemplada. Un rostro de piedra o de bronce —imposible precisarlo— creado para no ser visto. La única pieza inmune a las fotografías (¿qué supone el tímido destello de un flash frente a la negrura de la cárcel del tirano?) y, quizá por eso mismo, la que se recordará siempre. Una cabeza que no admite miradas, pero que mira desde la oscuridad. Me gustaría saber qué fabularía Caravaggio frente a este contrasentido; qué fórmula acuñaría para nombrarlo él, que con tanta familiaridad se movió entre las luces y las sombras.
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