Las
riquezas a las que alude el título de esta novela de la joven escritora
argelina Kaouther Adimi están fabricadas de papel, material difícil de
conseguir en tiempos de escasez y de conflicto, como son aquellos en que se
desarrolla gran parte de la historia. Tienen un valor que rebasa lo material y
que viene dado por lo que son capaces de aportar a quien dispone de ellas, pero
también hay quien las aprecia ―y las acumula con avidez― por el simple placer
de poseerlas, por su mera existencia física. Estas riquezas de las que hablo no
están compuestas por billetes, sino por libros, a los cuales rinde un emotivo homenaje esta
novela que es una más de las gratas sorpresas que periódicamente me depara la
editorial Libros del Asteroide. Las verdaderas riquezas fue el nombre de
una librería de préstamo fundada en Argel en 1935 por el entusiasta Edmond
Charlot, un veinteañero que con el tiempo se convertiría en pieza clave de la cultura
francesa por su labor editorial, en el curso de la cual trabajó mano a mano con
las grandes glorias literarias de su país. Sobre esta base de no ficción,
Kaouther Adimi construye una novela en la que alterna dos líneas argumentales,
la que sigue al emprendedor Charlot a través de tiempos turbulentos y la que
protagoniza el también joven Ryad, quien recibe el encargo de vaciar la
librería cuando el negocio ha cerrado, a comienzos del siglo XXI. El contraste
entre ambas historias causa un fuerte impacto emocional en el lector. Por un
lado, es testigo de la ilusión de un proyecto que nace y crece contra viento y
marea; por otro, de la fría mecánica del encargado de desmantelar lo que tanto
costó construir. Es inolvidable la figura del viejo Abdallah, el último
encargado de la librería, un tipo sencillo que aprecia el valor de los libros
pese a que su escasa instrucción no le permite disfrutar de su lectura.
Plantado en la calle, observa con estoicismo el derrumbe de su pequeño mundo,
en el que ha habitado feliz durante mucho tiempo, con el reverencial respeto
del que intuye la importancia de aquello que no está en condiciones de apreciar
del todo. En él se encarna la tristeza por el triunfo del pragmatismo pequeño y
mediocre de los nuevos tiempos, pero también la belleza y la dignidad de las
viejas empresas, a pesar de su fracaso.
Termino
esta impresionante novela del autor checo Jiří Weil con la sensación de haber
leído una de las historias más tristes que he conocido en mi vida lectora. La equipararía
en este sentido a Hambre de Knut Hamsun y a Una soledad demasiado
ruidosa, del también checo Bohumil Hrabal. (Llegada a este punto, me asalta
una duda inevitable: ¿será la tristeza un rasgo definidor de la literatura
checa? Me viene a la cabeza la figura de Kafka y pienso que este es un buen
asunto para reflexionar.) Dejando aparte esta divagación sobre el espíritu de
las naciones, yo diría que las obras que acabo de mencionar guardan conexiones
evidentes: las tres cuentan el proceso de deterioro de un individuo sometido a
una situación límite y además exploran, con independencia de los distintos
contextos en que suceden, uno de los problemas más hondos e inherentes a la
condición humana, la soledad. Josef Roubíček, el protagonista de Vida con
estrella, es un judío de Praga que ve transformada su monótona existencia a
causa de la invasión nazi. Este hombre insignificante y gris, primo hermano de
todos los personajes llamados K. que pueblan la narrativa de Kafka, ve su
rutina convertida en una carrera de obstáculos: señalado con la infamante
estrella amarilla cosida en la ropa, debe sortear las más variadas
prohibiciones, que incluyen desde viajar en tranvía hasta poseer una mascota, y
amoldarse a trabajos cada vez más humildes en espera de recibir la comunicación
de su traslado a un campo de concentración. Aislado en una casa de las afueras
que va destruyendo con metódico empeño para no dejar nada de valor tras de sí,
enfrentado a un monstruoso y (¿por qué no?) kafkiano mecanismo de normas y
contranormas, este personaje pequeño busca una salida al horror por medio del
poder de su imaginación, que trae a su desolador presente la figura de una
mujer a la que amó y a la que ha perdido. Con estos elementos, Jiří Weil
construye una estremecedora historia en la que se mezclan lo real y lo onírico,
y en la que el profundo sinsentido de la maquinaria del poder se plasma de
forma contundente con una estética cercana al expresionismo y a la literatura
del absurdo.
Una
de las consecuencias de la edad que más estoy notando en los últimos tiempos es
que ya no recuerdo como antes los nombres de los escritores. Puede que esta
merma de mi memoria se vea ayudada por el hecho de que la lectura por medios
electrónicos me priva de la visión constante de las cubiertas de los libros.
Sea cual sea la razón, me ha sucedido que comencé a leer La chica de Kyushu sin
que el nombre de su autor, el japonés Seicho Matsumoto, me dijera nada, pero me
bastaron unas pocas páginas para reconocer su sello: el ritmo demorado, el
estilo elegante y el atento análisis de las motivaciones de los personajes me
remitieron de inmediato a El expreso de Tokio, una novela que leí hace un
año y que supuso un grato reencuentro con la forma clásica del género negro. La
historia narrada en La chica de Kyushu parte de un crimen, pero se aleja
de lo que habitualmente englobamos en el cajón de «novela
policíaca». Lo que realmente le preocupa a Matsumoto es el planteamiento de cuestiones
morales. La joven Kiriko viaja con enorme esfuerzo desde su población natal
hasta Tokio para entrevistarse con Kinzo Otsuka, un prestigioso abogado, y
plantearle la defensa de su hermano, que ha sido falsamente acusado de
asesinato. Solo hay un problema en esta propuesta: la joven carece de dinero
para pagar los honorarios del letrado, que debido a ello rechaza ayudarla. A
partir de ese momento, está sembrada la inquietud en ambos protagonistas (y, de
paso, en el lector). A Otsuka, que hace tiempo dejó de ser un joven idealista
cuya prioridad era poner sus conocimientos legales al servicio de los más
necesitados, le remuerde la conciencia por haber negado su ayuda a Kiriko. Y
esta, conducida por la negativa del abogado a una sucesión de desgracias, se
verá impulsada por unos deseos de venganza que el lector sigue sobrecogido,
atrapado en su propio dilema moral de justificar o no el comportamiento de los
protagonistas. Con la parsimoniosa neutralidad de un sabio, Matsumoto maneja a
sus personajes y va desplegando frente al lector unos hechos que se encadenan
hasta llevar a un final inevitable. Y lo hace tomándose su tiempo, sin
estridencias ni efectismos, como solo saben hacerlo los maestros.
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