Esta
entrada trata sobre dos exposiciones que he visto recientemente. O, más bien,
sobre dos obras de carácter muy distinto que en ellas se exhiben, pero entre
las cuales se establece una conexión evidente. La primera, su rareza; se trata
de dos obras poco difundidas, como demuestra el hecho ―prueba irrefutable en
estos tiempos cibernéticos― de que resulte imposible encontrar en la red
reproducciones con una definición aceptable. Las restantes conexiones intentaré
explicarlas a continuación. Diré solo, para terminar estas líneas
introductorias, que me gusta que la visión de una obra de arte reclame en mi
memoria la presencia de otra. Es como si dialogaran entre ellas, usándome a mí
como medio conductor.
Lewis
Hine fue un fotógrafo estadounidense nacido en 1874 que puso su cámara al
servicio del compromiso social y levantó testimonio de aspectos duros de la
realidad: la llegada de los inmigrantes europeos a Ellis Island, las exigentes
condiciones laborales de los trabajadores de la construcción, la existencia
precaria de los refugiados europeos tras la Primera Guerra Mundial. A él se
debe la emblemática imagen de los obreros del Empire State descansando sobre
una viga, en una vertiginosa vista sobre la ciudad de Nueva York. Son
especialmente conmovedoras sus fotografías de niños trabajadores. Los retrata
en sus puestos en fábricas, cubiertos por la suciedad de la mina, acarreando
peso, dormidos en las escaleras del metro sobre un montón de periódicos por
repartir, fumando en un momento de asueto. Estos niños de Hine sacuden la
conciencia del que los contempla; tienen encantadores rostros infantiles pero
miradas recelosas, graves, en ocasiones desafiantes. Son niños que han dejado
de serlo a golpe de pico, de martillo y de telar.
La
exposición de Fundación Canal Al descubierto reúne una serie de fotografías
del archivo de The Howard Greenberg Gallery. Entre ellas se encuentra un grupo
infantil inmortalizado por Lewis Hine en 1937. En él, los pequeños
protagonistas son retratados en un territorio a priori menos hostil que los
habitualmente explorados por su autor. Sin embargo, hay algo inquietante en el
encuadre, en la importante presencia del desgastado muro de ladrillo, que
empequeñece la ventana y crea la sensación de que las figuras a ella asomadas
son un grupo de prisioneros que miran con añoranza el mundo exterior, al que no
tienen acceso. Contribuye a ello la posición de varios de los niños, con las
manos apoyadas en el cristal, como solicitando ayuda. Uno no sabe muy bien qué
pensar frente a esta imagen desconcertante; el detalle encantador de las
figuritas de animales colocadas sobre el travesaño contrasta con el estado
calamitoso del muro, lleno de manchas y desconchones, con los ladrillos al
aire. Tampoco la actitud de los críos es unánime: uno sonríe, los otros
muestran expresiones que oscilan entre el asombro y la seriedad. El título de
la fotografía termina por inclinar nuestra percepción de la escena hacia el
lado sombrío: Niños en el edificio abandonado de Run Scott. Estos
pequeños, atrapados en un mundo que se derrumba, nos observan desde detrás del
cristal. Pertenecen a una realidad ajena a la nuestra, no solo por los años que
nos separan. No podemos hacer nada por ellos. Nunca podemos.
El
segundo artista que vertebra esta entrada es un pintor suizo de comienzos del
siglo XVII llamado Joseph Plepp. Era para mí un desconocido hasta ayer mismo;
tampoco hay muchos datos sobre él en la red, salvo su nacionalidad, las fechas
de nacimiento y muerte y una muestra muy exigua de su obra, con especial
presencia de una naturaleza muerta que se exhibe en el Hermitage y que demuestra
un notable dominio de la captación de las texturas. Es una figura, pues,
indeterminada y misteriosa, lo cual casa muy bien con el cuadro suyo que
descubrí ayer en la exposición Hiperreal: El arte del trampantojo del
Museo Thyssen.
Trampantojo
con niño asomado a una ventana es
una obra peculiar y sugerente. Aparte del juego de engaño al espectador, debido
a la transformación del lienzo en el marco de una ventana que parece abrirse
realmente en el muro, lo que llama la atención en ella es la figura humana cuya
identidad se nos desvela apenas. Se trata de uno de esos cuadros que produce
una primera impresión que difiere de la que proporcionan una contemplación más
cercana o algún dato aportado por el autor a través del título. He de decir
que, en un primer vistazo, tuve la sensación de que quien me contemplaba de
forma furtiva desde detrás de la ventana era una mujer. Supongo que operaron en
ello motivos culturales: la innumerables damas de la comedias de Lope, Tirso y
Calderón, recluidas en sus casas y custodiadas por padres y maridos celosos de
su honor, acudieron de inmediato a mi memoria. Pero no; como bien aclara el
título, se trata de un niño, cuya silueta nos llega difuminada por los
cristales emplomados de forma circular que conforman la ventana. Se puede
fantasear a gusto sobre el aspecto de este personaje cuyo rostro no llegamos a
ver con claridad. Se puede fantasear también sobre su vida y circunstancias.
Pero hay un detalle que rompe la placidez de nuestras divagaciones y que hace
que este cuadro sea, en mi opinión, de una gran fuerza expresiva. A uno de los
círculos de cristal le falta la parte superior. A través de ese pequeño espacio
vacío nos llega la imagen nítida y sin obstáculos. Y lo que vemos es el ojo
derecho del personaje, que se clava en nosotros de forma directa, con una
expresión indescifrable. Yo no sé lo que quiere de mí este niño de Joseph
Plepp. ¿Mi solidaridad, mi compasión, tal vez una ayuda imposible, como los
chicos de la fotografía de Lewis Hine…? Tampoco sé dónde estamos situados él y
yo. Por la situación del tirador y las bisagras, parece obvio que el marco se
abre en mi dirección. El descubrimiento me desconcierta. ¿Seré yo la encerrada
en un interior y él quien me observa desde fuera? Absorbida ya del todo por la
vorágine del cuadro, tengo la impresión de que puedo tender la mano y abrir esa
ventana que ya no me parece ficticia. Tal vez entonces, al encontrarme cara a
cara con él, el niño me desvele el secreto que lleva cuatro siglos guardando.
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