CUADROS RECUPERADOS (XXI): CÓMICOS


El pintor ruso Alexandre Benois (1870-1960) nos da esta visión dinámica y divertida de una representación teatral en Comedia italiana. El presuntuoso Polichinela. Un espectacular cielo nocturno es el techo bajo el que actúan estos cómicos al aire libre. La escena está dotada del ambiente irreal que crea la luz de las candilejas; bajo su influjo, los colores se reducen a la gama de los rojos, los ocres, los naranjas. Los personajes a los que vemos en acción son los clásicos de la Commedia dell’Arte: Arlequín, Brighella, Colombina, el Doctor y el que aparece mencionado en el título, Polichinela. Como si de una instantánea se tratara, los actores aparecen detenidos para nosotros en medio de su vivaz deambular por el escenario; se diría que están a punto de cobrar movimiento y proseguir con la representación. Las pinceladas sueltas, los trazos vigorosos, las líneas curvas que pueblan el lienzo, contribuyen a la sensación general de vitalidad. Pero lo más singular de este cuadro es el punto de vista adoptado por el artista, que contempla la función desde el fondo del mismo escenario. Gracias a su posición a ras de suelo, los cómicos se convierten en figuras gigantescas recortadas contra el cielo; el público, en una masa informe sin rostros ni individualidad. El espectador del cuadro se ve inmerso en la trama de enredos y engaños, en la que por un instante tiene la ilusión de ir a participar. Si indagamos un poco en su trayectoria vital, descubrimos que Benois trabajó ampliamente creando decorados para los grandes ballets rusos. Fue testigo, por tanto, de los mecanismos internos del espectáculo. Nadie mejor que él para dar una visión del teatro desde dentro. 

(Los cuadros de febrero. 2014) 

Cuenta un crítico de arte contemporáneo del pintor Henri Rousseau (1844-1910) que este acudía con frecuencia a los jardines botánicos y, cuando se metía en los invernaderos para ver las plantas exóticas, tenía “la sensación de entrar en un sueño”. Lo mismo le sucede al espectador frente a los cuadros de este creador de atmósferas encantadas, al que su ordenada vida de agente de aduanas ha hecho pasar a la posteridad con el sobrenombre de “El aduanero Rousseau”. Cuando contemplo una de sus obras, disfruto imaginando al metódico funcionario que jamás abandonó tierras francesas escapando de la rutina de sus días con la magia de sus pinceles. En Una noche de carnaval, nos trasladamos a un paisaje de nubes bajas que sería de una oscuridad total de no ser por la luna llena. Sobre un fondo de árboles sin hojas que parece un decorado teatral, se recortan las entrañables figuras de Pierrot y Colombina, cogidos del brazo. Están ahí parados, en medio de la noche, posando para nosotros, como animándonos a entrar en su mundo infantil de siluetas y colores planos, invitándonos a que olvidemos nosotros también la rutina de nuestros días.

(Los cuadros de julio. 2011) 


El pintor francés Jean-Louis-Ernest Meissonier (1815-1891) supo acercarse con vigor y solemnidad a los grandes acontecimientos de la historia reciente de su país, pero también demostró una sensibilidad especial para fijarse en seres anónimos y elevarlos a la condición de protagonistas. Los personajes que pueblan su pintura lo mismo son Napoleón y sus generales que unos parroquianos que juegan a las cartas o, como en el cuadro que traigo hoy a esta sección, unos humildes actores. Cómicos ambulantes es el título de esta obra en la que, como suele suceder siempre que el elemento humano es lo primordial, un fondo neutro hace que las figuras alcancen un especial relieve. El muro y el suelo de tonos dorados son el delicado marco que envuelve a los dos modelos, plasmados con detalle y exquisitez. Con gran sabiduría, Meissonier elige un momento de intimidad de los personajes, a los que sorprende en pleno reposo en el caso del hombre y en un profundo ensimismamiento en el de la mujer. Los atributos que los identifican como actores, las vestimentas de personajes de la Commedia dell’Arte y el instrumento musical, contrastan con la profunda impresión de melancolía que se desprende de ellos. Es una imagen muy conmovedora: estos cómicos que hacen reír en calles y plazas, que viven rodeados de la expectación y el griterío, aparecen plasmados en soledad, con sus herramientas de trabajo como única posesión y el duro suelo como refugio. 

(Los cuadros de noviembre. 2016) 

Hace un par de años, recién levantado el confinamiento, volví a visitar después de mucho tiempo la colección permanente del Museo Thyssen. Entre todos los reencuentros agradables que se produjeron durante mi visita, destaco el que tuve con este lienzo de pequeñas dimensiones, obra de un autor que me encanta y que, por una omisión inexplicable, no había hecho acto de presencia hasta ese momento en esta sección: Jean Antoine Watteau. Pierrot contento es un cuadro que no puedo mirar sin sonreír. Los que me conocen bien ―entre ellos incluyo a mis alumnos de Literatura Universal― saben de la simpatía que me suscita el mundo de la Commedia dell’Arte, con sus compañías ambulantes, sus representaciones improvisadas, sus personajes básicos mezcla de ingenuidad y aguda sátira. Desde su exquisitez de pintor dieciochesco, Watteau da una nueva visión, dulce y estilizada, de la vieja comedia italiana. No es la única vez que convierte en protagonista de su pintura a Pierrot, versión francesa del ingenuo criado Pedrolino. Y lo hace dotándolo de un delicioso candor, de una ingenuidad irresistible. Los que lo rodean, a medio camino entre cortesanos y personajes de comedia, parecen sumidos en el disfrute de la música y de la conversación. Sentado en medio de ellos, destacando por la blancura de su traje y en una perfecta frontalidad que denota su total franqueza, Pierrot nos dedica la mejor de sus sonrisas. No es extraña su felicidad: está en inmejorable compañía. La escena galante está envuelta por la pátina de suavidad habitual en su autor, a la que el tiempo ha sumado su labor de desgaste. Dije al comienzo de estas líneas que no podía contemplar este cuadro sin sonreír. La oscuridad que envuelve este encuentro entre amigos, las grietas en la pintura que fraccionan el gesto infantil del protagonista, me producen a la vez una inevitable melancolía. Es como el recuerdo de esas escenas de infancia que nos llegan teñidas por la tristeza de su carácter irrecuperable. 

(Los cuadros de marzo. 2020)

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