LECTURAS DE JUNIO (2024)

Mientras reúno valor para leer la última (ay, la última) novela de Paul Auster, busco consuelo mediante la relectura de obras anteriores de este autor, cuya ausencia tanto me está costando asimilar. En el caso de La música del azar, no se trata de una relectura al uso: en su momento la leí en inglés, igual que hice con Brooklyn Follies, en lo que me parece un exceso de confianza idiomática. Acudo ahora a una traducción, con la esperanza de descubrir detalles y matices que me pasaran inadvertidos en aquella primera lectura. Son pequeños remedios, bálsamos contra la pérdida; otro me lo proporcionará sin duda mi memoria, que flojea con los años y que me permitirá sorprenderme con otros textos de mi querido Auster, ya leídos y olvidados. En medio de mi melancolía, he vuelto a disfrutar con esa portentosa metáfora de la vida humana, con sus giros inesperados, su servidumbre a la fortuna y su deriva hacia el más puro absurdo, que es La música del azar. La historia de Nashe, el tipo al que las circunstancias abocan a una vida libre y sin asideros, me succiona (literalmente) desde la frase de apertura: «Durante un año no hizo otra cosa que conducir, viajar de acá para allá por Estados Unidos mientras esperaba a que se le acabara el dinero». No se me ocurre una imagen mejor de la vida: su carácter imprevisible, su falta de solidez. Vivir es para Auster conducir sin rumbo en un viaje cuyo final nada tiene que ver con alcanzar un destino prefijado. En ese viaje simbólico, Nashe une su suerte a la de Jack Pozzi, un joven jugador de póquer al que recoge en la carretera. Juntos afrontarán el punto máximo de desafío a la fortuna, una partida de cartas en la que se lo juegan todo, en casa de unos extraños anfitriones, dos inquietantes individuos que figuran entre los personajes más perturbadores de la obra de Auster. De los innumerables artículos en homenaje a este autor aparecidos en los últimos tiempos, recuerdo uno cuyo titular me pareció muy acertado: Paul Auster, el arte de contar mentiras. Así es; este novelista de imaginación desbordante es un fabulador infinito al que le sobran las historias, que va dejando caer con increíble facilidad en el curso de sus páginas. Auster inventa y narra como quien respira. Y, oh maravilla: esas quiméricas construcciones nos terminan hablando más de nosotros mismos y de la vida que muchos relatos estrictamente realistas. Yo añadiría al citado titular que el de Auster es el arte de decir la verdad contando mentiras. Cuánto echaremos de menos estas fabulosas interpretaciones de la realidad. Nos queda el consuelo de volver a visitarlas.

Dos adolescentes pasean por la orilla de un río en un atardecer de verano. Son dos seres sensibles y solitarios que han sentido una profunda vinculación desde que su gusto por la escritura hizo que sus caminos se cruzaran. Se aman, aunque aún no son conscientes de ello. En un momento de intenso lirismo, él expresa toda la belleza y el asombro de ese sentimiento aún no estrenado: «Tanto tu nombre como el mío se habían desvanecido en el aire y lo único que existía en aquel anochecer de verano, yo diecisiete, tú dieciséis, eran nuestros pensamientos, que vibraban resplandecientes sobre la vegetación a la orilla del río». Entonces, la muchacha le cuenta su secreto. En realidad, ella no se encuentra allí, en ese cuerpo, en ese entorno, en ese mundo físico; su auténtico ser habita en una ciudad que nadie conoce, una población rodeada por unas murallas de dimensiones y forma variadas, atravesada al principio y al fin de cada jornada por manadas de unicornios, bellas y trágicas criaturas enfrentadas a los rigores de un invierno despiadado, y en cuyo centro se levanta una biblioteca donde se almacenan los sueños. Este es hermoso planteamiento de lo último de Murakami, La ciudad y sus muros inciertos. Como siempre ocurre en las novelas que parten de paraísos adolescentes (y como sin duda el lector avezado sospecha), esta historia de amor se diluye con el paso del tiempo y el protagonista, un solitario más de la galería de solitarios habituales de este autor, guarda su recuerdo como el punto culminante de su vida hasta que consigue inesperadamente acceder a ese mundo que parecía producto de una fantasía infantil. Un Murakami más poético que nunca nos guía en el periplo de este hombre absorto y sentimental y en sus incursiones a la misteriosa ciudad de muros inciertos en pos de su amor de juventud. Los aficionados al singular mundo de este novelista no nos privamos de nada en este viaje: encontraremos fantasmas, ríos que sirven para atravesar dimensiones, personajes que se comunican sin hablar, almacenes de sueños, sombras que se desvinculan de los cuerpos que las proyectan y que establecen melancólicos diálogos con sus antiguos propietarios. Y, por supuesto, gatos. Menos atento a la intriga y a las sorpresas de la trama que en sus últimas novelas, más íntimo y demorado, Murakami nos lleva de la mano sin prisas ni efectismos en esta hermosa metáfora sobre los límites de la realidad y sobre el viaje hacia lo desconocido que implica toda historia de amor.

Comentarios

  1. Una de las cosas buenas que tiene la pérdida de memoria es poder volver a leer un libro y hacerte a la idea de que no los leído anteriormente...la otra, aunque sería necesaria una pérdida patológica sería no acordarse de algunas de las cosas que han sucedido en este país.

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  2. Con los años le voy viendo ciertas ventajas a la disminución de la memoria. Un personaje famoso que no puedo precisar (he oído varias versiones al respecto) dijo que la felicidad es una combinación de buena salud y mala memoria. Cuando oí esta afirmación por primera vez era muy joven y no la entendí, pero cada vez la comparto más: olvidar los detalles dolorosos, las oportunidades perdidas, las malas acciones propias y ajenas, los agravios..., me parece la base de la serenidad.

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