LECTURAS DE MARZO (2022)

Una investigación ligada al proyecto literario en el que me hallo inmersa me ha llevado hasta esta novela de Pío Baroja a la que probablemente no habría accedido por otras vías. La feria de los discretos es una obra poco conocida, escrita en 1905, un año después que la emblemática La busca, en la que el gran don Pío se aleja de las características habituales de su narrativa para reflejar un tiempo pasado (las vísperas de la revolución de 1868) y un espacio poco usual en él, las tierras andaluzas. El primer capítulo nos presenta al protagonista, el joven Quintín García Roelas, subido a un tren que lo acerca a su Córdoba natal, que ha abandonado durante unos años para estudiar en Inglaterra. La elección de este comienzo es un completo acierto: el lector siente que “viaja” como el protagonista, y que el destino de su trayecto es una inmersión en la Córdoba decimonónica, en sus calles y rincones, en los paisajes que la rodean, descritos con increíbles finura y capacidad para recrear ambientes. Por ese hermoso escenario desfila una amplia galería de personajes de la más variada condición, nobles arruinados, nuevos ricos, patronos, empleados, trabajadores, revolucionarios, mendigos, pícaros, delincuentes: sobre todos ellos pasea Baroja su mirada nada complaciente y su fina ironía, en un equilibrio entre crítica y humor que en ocasiones se inclina hacia este último, dando pie a divertidísimos encuentros entre el protagonista y una serie de disparatados personajes, y en otras deriva hacia una reflexión sobre la incapacidad española para la honestidad y los altos ideales, encarnada en el protagonista, marrullero y juerguista, enemigo de la verdad, hábil para las relaciones sociales y nada proclive al esfuerzo. La feria de los discretos tiene también un componente de aventuras casi folletinescas. Baroja nos lleva a ventas en cruces de caminos y a tabernas en los bajos fondos, nos hace testigos de reyertas y complots de bandoleros, nos intriga con la identidad de progenitores desconocidos e incluso nos hace acompañar a Quintín en una rocambolesca huida por los tejados de la ciudad. Todo esto dota de amenidad a esta novela de variadas facetas y atempera su carga crítica: esta revisión del alma española está lejos del terrible aldabonazo en la conciencia de otras obras barojianas.

A los que salimos indemnes (o casi) de las páginas de 1793, este escritor sueco de apellido poético y aristocrático nos tiene preparada una nueva bajada a los infiernos en la novela que lleva como título el año siguiente al que recorrimos en nuestra anterior ―e impactante― experiencia compartida con él. 1794 es una nueva trama negra creada por Niklas Natt och Dag que supone un triple viaje: al siglo XVIII, a las colonias suecas en el Caribe y a lo más profundo y oscuro de la maldad humana. La historia comienza en un manicomio al que los habitantes de Estocolmo conocen como “La tumba de los vivos”. La elección del punto de partida es muy sintomática: de nuevo este novelista implacable parece empeñado en transmitir su idea del mundo como un salvaje enfrentamiento entre fuertes y débiles, en el que las únicas salidas son la lucha, la derrota o la locura. La primera parte del libro tiene el aire de las clásicas novelas de aventuras en las que la sucesión de peripecias supone un proceso de aprendizaje para el protagonista, en este caso el apenas adolescente Erik, hijo menor de un rico hacendado, que lo envía a la isla de San Bartolomé para apartarlo de un romance inconveniente. En ese inesperado e inhóspito escenario de ultramar, el joven traba contacto con Tycho Ceton, otro emigrante de origen sueco, que le brinda el apoyo que su nada afectuoso progenitor le ha negado siempre. A partir de aquí ―el avezado lector de Niklas Natt och Dag ya lo sospecha― comienza el viaje hacia el abismo. También se preguntará dicho avezado lector qué papel juegan en esta nueva entrega de la Trilogía de Estocolmo los singulares investigadores que desenredaban la trama criminal en 1793, el antiguo soldado Mickell Cardell y el abogado Cecil Winge. Solo diré que se hacen esperar, pero finalmente comparecen, aunque no exactamente de la forma que sus fieles lectores esperarían. Niklas Natt och Dag no pierde ocasión de sorprendernos.

Me gusta tanto el capítulo inicial de Una chica en invierno que, cuando termino la novela, vuelvo a leerme sus primeros párrafos. «Durante la noche había dejado de nevar, pero, como seguía helando y los copos no se derretían, la gente comentaba que aún nevaría más». Así comienza Philip Larkin la hermosa descripción de un paisaje cubierto por una impresionante nevada. No es un comienzo casual: el frío helador, la blancura que borra los contornos y el desconcierto de las gentes paralizadas por las inclemencias son un expresivo preámbulo de la historia de esa “chica en invierno” a la que alude el título y que está, en efecto, inmersa en la más fría de las estaciones, y no solo en el sentido literal. Con sus habituales ritmo demorado y hondura psicológica, Larkin nos pone en contacto con su protagonista, una muchacha cuyo nombre y pasado no llegamos a conocer, y a la que cuando empieza la novela encontramos lejos de sus raíces, viviendo en Londres en la más absoluta soledad, manteniéndose gracias a un rutinario trabajo en una biblioteca y estableciendo contacto solo con compañeros a los que la une una tibia relación. Un hecho casual ―la aparición en un periódico de una referencia a una conocida― abre la espita de la memoria y la lleva a revivir un verano que pasó en la casa de campo de una familia inglesa, una etapa de su vida que, como sucede tantas veces, careció de relevancia hasta que el paso de los años la magnificó, dotándola de un nuevo significado. El humilde apartamento, la oscura biblioteca, el triste Londres de los años cuarenta, oprimido por la amenaza de la guerra, quedan iluminados por el recuerdo de los radiantes paisajes y el empuje de aquel verano en el que la amistad, el amor, la lealtad y los celos jugaron a enredarse como solo pueden hacerlo en la primera juventud. Pero el invierno está al acecho en esta melancólica novela. Todo quedará cubierto por el frío del olvido y la indiferencia, como ese paisaje enterrado por la nieve del capítulo inicial, al que es inevitable que vuelva el recuerdo del lector.

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