CUADROS RECUPERADOS (XIX): ÁRBOLES
Hace
unos años, visité en la Fundación Juan March una exposición de obras del
paisajista estadounidense Asher B. Durand (1796-1886). Se trata de un artista
que yo por aquel entonces desconocía, tal vez porque los autores de paisajes,
como los de bodegones, han llamado poco mi atención. Sin embargo, cuanto mayor
me hago, más aprecio los cuadros que reflejan la belleza del mundo natural sin
la presencia humana, de igual forma que me fascina el encanto de los objetos
sencillos que cobran relevancia en las naturalezas muertas. Durand es un
creador de maravillosos entornos casi siempre apacibles y dotados de una magia
especial por la luz suave y envolvente que los ilumina. Traigo hoy aquí un
ejemplo que es a la vez sencillo y extraordinario. Se titula Estudio de
la naturaleza: abedul y es, como su nombre indica, una obra sin
pretensiones, un simple ejercicio de observación de un elemento del mundo
vegetal. Nada más y nada menos. Hay tanto amor y sensibilidad en el esmero con
que el pintor recrea cada una de las hojas de este hermoso árbol que el
resultado es emocionante. A mí los árboles me parecen las criaturas más
asombrosas del reino de las plantas. Contemplando este estudio, tengo la
impresión de que Durand sentía lo mismo.
(Los cuadros de noviembre. 2014)
El
pintor francés Paul Ranson (1864-1909) es autor de numerosos paisajes que se
alejan de la captación naturalista del entorno para adentrarse en la
construcción de un mundo estilizado y colorista. Sus motivos vegetales producen
una exultante sensación de alegría, gracias a sus imaginativos diseños y a los
radiantes tonos de su paleta. En este Paisaje al estilo japonés, el
amarillo dominante es una llamada de atención para el espectador. Colgado en la
pared de un museo, debe de actuar como un reclamo infalible. Una vez captado
nuestro interés, podemos dedicarnos con calma a analizar los elementos que
componen este decorativo tapiz de reminiscencias orientales. Una línea de tejas
rojas divide en dos el lienzo y separa el interior de un jardín de un mundo
exterior habitado por árboles blancos, montañas y dinámicas nubes. La rama del
primer término, único elemento oscuro en este universo de luz, es un prodigio
de diseño, con sus sinuosidades y recovecos. Todo un muestrario de hojas y
flores de distintos tamaños y formas rodean esta especie de mano vegetal que se
despliega sobre el paisaje. El verde, el rojo y el blanco juguetean gozosos
delante de nuestra retina. A mí los cuadros de este autor de breve vida
consiguen hacerme feliz mientras dura su contemplación, que no es poco.
(Los cuadros de mayo. 2013)
Evoco
mi última visita a la colección permanente del Museo Thyssen y me recuerdo de
forma especial deambulando por la sala 43, la dedicada a los pioneros de la
abstracción, para contemplar desde distintos ángulos el cuadro titulado El
bosque, de la pintora rusa Natalia Goncharova. Más que nunca, he de decir
que ninguna reproducción puede recoger la fuerte impresión que produce esta
obra vista al natural, con su cambiante juego de claridad y sombra. Leo en la
página web del museo que se trata de un claro ejemplo del rayonismo, movimiento
de vanguardia interesado en el estudio de la luz y de su percepción por parte
del ojo humano, lo que llevó a los artistas a interpretar la realidad como una
suma de rayos procedentes de una fuente luminosa. Cuestiones teóricas aparte,
es fascinante contemplar este cuadro desde distancias y ángulos variados y
descubrir que el bosque en él representado puede ser lo mismo un ámbito oscuro
que invita a la introspección que un territorio en llamas. Por más que uno se
aleje e intente concentrarse en otras obras expuestas en la sala, El
bosque siempre está ahí, obligándonos a volver la vista hacia él,
reclamando nuestra atención con su ambiguo reclamo: un recordatorio de las
múltiples facetas de una realidad que interpretamos como única.
(Los cuadros de marzo. 2020)
Hace
un tiempo, curioseando entre los recuerdos de mi viaje a Budapest del verano de
2018, me encontré con la entrada de la Galería Nacional Húngara. En ella se
reproducen tres obras que allí se exhiben, entre ellas esta Peregrinación al
cedro del Líbano de Tivadar Kosztka Csontváry. No recuerdo haber visto este
cuadro cuando hice mi visita; estoy casi segura de que alguna omisión en mi
recorrido (o, quizá, el hecho de que se encontrara en préstamo en algún otro
museo) pospuso hasta ahora mi encuentro con él. Y digo que estoy casi segura
porque, sin duda, esta imagen habría llamado poderosamente mi atención. Hay
algo para mí hipnótico en la preciosa silueta del árbol, en la intensidad del
color verde recortado sobre el poderoso azul del cielo, en el carácter irreal
del paisaje de tierra roja que desemboca en el horizonte en unas montañas de un
blanco sobrenatural. Es, sin duda, un escenario en el que sucede algo
extraordinario. Cuando conseguí sustraerme a su embrujo, pude observar las
figuras menudas, resueltas con ingenuidad infantil, que representan a los
sujetos de la peregrinación mencionada en el título. No es una peregrinación
cualquiera: junto a los personajes que acuden sobre sus monturas aparece una
cadena de misteriosas mujeres vestidas de blanco, que bailan enlazadas de la
mano al son de las notas que toca un diminuto flautista. Es un mundo primitivo,
sencillo, lleno de encanto. Esta imagen de adoración al cedro sagrado es, según
leo, icónica para el pueblo húngaro. Su autor, Tivadar Kosztka Csontváry,
abandonó al parecer su trabajo como farmacéutico para dedicarse al arte. Es
inevitable pensar en Henri Rousseau, creador también de mundos mágicos e
ingenuos, que le permitían volar más allá de la rutina de su trabajo como
aduanero.
(Los cuadros de enero. 2020)
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