LO PEQUEÑO

Se me ocurre que las personas que rigen nuestros destinos sobrevuelan la realidad a una altura tal que no perciben los detalles. Y qué decir cuando esos individuos poderosos están encaramados en sus propios egos, en sus insanas pretensiones, en sus ambiciones desmedidas. Desde su perspectiva se captarán ―supongo― datos, estadísticas, fronteras, kilómetros cuadrados, ganancias o pérdidas desorbitadas, porque las cifras solo importan a los que adoptan el punto de vista de las águilas si van seguidas de una larga escolta de ceros. Mientras, los que nos desenvolvemos a ras de suelo nos asombramos de que esos émulos de los dioses no se percaten de la infinidad de tragedias individuales que causan sus decisiones. 

Desde que el pasado jueves comenzó la invasión de Ucrania, los telediarios se han transformado en una sucesión de imágenes de explosiones, soldados maniobrando en la nieve, tanques avanzando con destructora impavidez, población civil a la fuga o refugiada en subterráneos para protegerse de los bombardeos. Una inverosímil reedición, en color y con ambientación moderna, de las escenas en blanco y negro de la vieja Europa que aterrorizaron a nuestros mayores y que, a fuerza de verlas transformadas en películas, nos parecen fruto de la fantasía. Las observamos, entre atónitos y sobrecogidos. Llega un momento en que el corazón se nos acorcha y nos volcamos en una complaciente contemplación de nuestro propio desconcierto. No pensábamos que viviríamos algo así, meditamos. Entonces sucede: un detalle se abre camino entre el repertorio de horrores y se cuela ―es muy pequeño, puede hacerlo― por una brecha abierta en la muralla levantada a nuestro alrededor. 

Así me ha sucedido este mediodía, cuando la pantalla del televisor se ha visto ocupada apenas unos instantes por un rostro arrugado: el de una anciana que había dejado atrás su casa y lloraba desconsolada mientras acariciaba a un gato negro apoyado en su regazo. La imagen ha sido tan fugaz que no estoy segura del todo, pero me parece que la mujer estaba hablando con el felino, que se estiraba bajo sus atenciones con esa altiva elasticidad de los gatos. Unos segundos y unas cuantas calamidades más tarde, ha aparecido en pantalla un grupo de manifestantes pertrechados de carteles y banderas. No me ha dado tiempo a averiguar el lugar donde llevaban a cabo su reivindicación; apenas he podido fijarme en el más joven del grupo, un crío de carita asustada que, en su desconcierto, sujetaba del revés la bandera de Ucrania. El informativo ha seguido su curso, pero ya no he podido atender más. Me sentía conmovida de una forma inesperada. Todavía lo estoy. El niño que no entiende de símbolos patrios y la anciana que ha vivido lo bastante para padecer demasiados me parecen la quintaesencia de esta locura, de esta manifestación de fuerza cruel y sin sentido. Lo pequeño puede hablar con cósmica elocuencia. Al menos, para los que carecemos de importancia, pero también de poder para destruir; para los que somos, para lo bueno y para lo malo, irremediablemente pequeños.

Comentarios

  1. Lo peor, es que en las pantallas rusas, en cirílico aparecerán, en lugar de ancianas, niños y gatos, pantallas como de videojuego con impresionantes imágenes, sin sonido mientras una voz en off va narrando como van siendo destruidos enormes almacenes llenos de gases venenosos listos para ser arrojados en Moscú así como aeródromos con bombarderos listos para destruir San Petersburgo. Y es que esto fue lo que vimos en los cobardes ataques contra Badgad...lucecitas, pum, pum...Bush, Putin...pum, pum

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  2. Cuando estudio historia, con frecuencia siento lástima por nuestros antepasados que, privados de la posibilidad de leer, tenían que conformarse con la interpretación del mundo que les llegaba a través de otros, por medio de discursos soltados desde un púlpito o de impresionantes construcciones de piedra que hablaban de poder aplastante o de amenazadores castigos eternos. Pero llevo un tiempo en que me siento cercana a esos ancestros privados del acceso directo a la realidad. Estas guerras aterradoras que, según en qué zona del mundo sucedan (y en qué zona del mundo se encuentre el que se informa sobre ellas), se retransmiten como un videojuego o como una película conmovedora, me desazonan en grado sumo. Los protagonistas son unas veces simples puntitos en una pantalla y otras niños y ancianos, mujeres que se despiden de sus maridos, soldados apenas salidos de la infancia y lanzados al horror de las armas. La capacidad del ser humano para empatizar con algunos de sus congéneres y para reducir a otros a la absoluta inanidad no deja de asombrarme.

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