BELLEZA INTERRUMPIDA
En la orilla, el ruido del agua lo llena todo. Es un río de tamaño modesto y no va sobrado de caudal, pero su cauce está lleno de rocas que esquiva o contra las que arremete; se crea así una sucesión de pequeños meandros, torbellinos y cascadas que producen un sonido envolvente. No hay ningún otro sonido en este rincón del valle. Una de las peñas de la orilla tiene una superficie sorprendentemente plana y crea un escalón al borde del agua. Un sitio de privilegio. Me acomodo en el improvisado asiento, con mis pies enfundados en botas tan solo unos centímetros sobre la corriente. Es temprano, apenas la hora de comer, pero algo en la luminosa tarde de otoño indica que el sol empieza de forma imperceptible su retirada. No siento frío, pero voy abrigada hasta las cejas y soy consciente de que no puedo ni bajarme la cremallera del chaquetón. Todo se encuentra en ese momento en un delicado equilibrio: luz y sombra, frío y calor.
De
pronto, capto de reojo un movimiento en la orilla de enfrente. Alzo la vista y
descubro con sorpresa a un ciervo que corre por la ladera escarpada. Es una
criatura bella, majestuosa. En mi corta experiencia, me parece un ejemplar
enorme, con una cornamenta impresionante, que parece imposible que pueda portar
en su veloz carrera. Me pongo de pie mientras lo observo boquiabierta y él me
lanza a su vez una fugaz mirada. Siento una intensa emoción ante su presencia y
me parece como si el río moderara el rumor de sus aguas para escuchar el ruido
de las veloces pisadas. Todo esto dura apenas unos segundos, hasta que el
animal desaparece tras unos árboles.
Me quedo mirando el punto por el que el ciervo ha desaparecido, con una sensación de incomodidad. Creo haber reconocido una expresión de angustia en su mirada y no sé a qué achacar su vehemente carrera, que me parece más bien una fuga. No ha pasado ni medio minuto cuando tengo la explicación. Primero dos perros aparecen juntos, después un par más, al poco un número indeterminado. Tienen el hocico alargado, están flacos y llevan collares de colores y marcas rojas en el lomo, como si fueran soldados a los que conviene identificar como miembros del mismo ejército. Hay en sus bocas abiertas un rictus de ansiedad. Corren de acá para allá, invaden la ladera, olisquean sin tregua. Comprendo que le van siguiendo el rastro al fugitivo y siento una rabia inmensa. Lanzo una de esas oraciones laicas que rezamos los ateos en situaciones apuradas, pidiendo que el ciervo se encuentre ya lejos y a salvo. La confusión de los canes al otro lado del río parece una respuesta a mi plegaria: es evidente que han perdido el rastro. Los observo, muy tensa, sorprendida al notar la hostilidad que despiertan en mí esos representantes de una especie por la que siento gran aprecio en condiciones normales. Hay otro motivo para mi tensión: temo que irrumpan en esta escena indeseada sus protagonistas humanos, que mi ira se dé de bruces con quien realmente la causa. Me dejo llevar por una fantasía infantil y localizo a mi alrededor las piedras sueltas que en mi imaginación arrojo a los hombres armados, rabiosa y precisa como un moderno David defensor de los animales. No tengo ocasión, porque los trasuntos de Goliat no comparecen. En lugar del resonar de sus pisadas, se oye en ese instante una fuerte detonación que hace vibrar el valle entero. Es el ruido de un disparo.
El río se queda mudo de repente. Permanezco de pie, inmóvil, desubicada. Se ha quebrado de golpe la belleza de la tarde de otoño. Pienso que no hay fuerza capaz de recomponerla.
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