CUADROS RECUPERADOS (XIII): ABANICOS
Cupido en el baile de máscaras, del pintor alemán Franz von Stuck (1863-1928).
Todo el misterio de la elección amorosa está contenido en la indecisión de este
personajito de apariencia angelical y dudosas intenciones. El doble camuflaje
de la máscara y del gigantesco abanico rojo oculta tan trascendental momento de
las miradas de la mayoría y nos convierte en testigos de excepción. Estamos
presenciando los instantes previos a toda una revolución: hay una vida que no
volverá a ser la misma en cuanto se dispare esa flecha que el pequeño alado
apoya ahora sobre su boca con gesto vacilante. Atención a la maestría con la
que el pintor dota de viveza y malicia a los ojos que asoman apenas por detrás
del antifaz; ellos solos bastan para explicar el carácter imprevisible,
sorprendente, caprichoso, del enamoramiento. Nunca un personaje tan tierno fue
tan peligroso. Aunque su contemplación es encantadora, tal vez lo más prudente
sea alejarse de él, antes de que elija al destinatario de su próxima flecha.
(Los cuadros de febrero. 2012)
Al visitar en el Palacio Real la exposición Carlos III. Majestad y ornato, me encontré con una joya inesperada: la
colección de pinturas titulada Tipos
populares, obra de Lorenzo Tiepolo, el menor de los hijos del gran
Giambattista. Fue para mí un doble descubrimiento. En primer lugar, porque
ignoraba que el apellido Tiepolo englobaba a varios artistas de la misma
familia; en segundo, porque dicha colección es una deliciosa galería de
personajes retratados con agudeza y elegancia. Elijo el cuadro que más llamó mi
atención, el titulado Tipos
populares y joven con abanico. Lo primero que atrapa de él es la exquisita
técnica del pastel y el delicado colorido, la contraposición de los tonos
claros y oscuros que distinguen a los personajes femeninos y a los masculinos
del primer término. Pero hay algo más allá de la reproducción cuidadosa de
tipos extraídos del Madrid de la época. Lo realmente interesante de este cuadro
es la composición, la curiosa acumulación de rostros, algunos de los cuales se
escapan de los límites del lienzo. El precioso abanico central sirve de eje en
torno al cual se articulan una serie de personajes con un complejo juego de
miradas: unos se observan entre ellos, alguno mira hacia un punto
indeterminado, otros clavan sus ojos en nosotros. Lo más inquietante, sin duda,
son esos rostros fragmentarios que consiguen asomarse apenas, como observando
nuestro presente desde un tiempo y un espacio al margen de la realidad. Dos
detalles sólo de esta obra a la vez tan clásica y desconcertante: el ojo azul
de la muchacha del lazo amarillo que nos mira con fijeza desde el fondo del
cuadro y las dos figuras femeninas con el abanico
desplegado, en un extraño juego de duplicidad que nos hace pensar en un ser
humano secundado por una misteriosa doble.
(Los cuadros de junio. 2017)
El pintor estadounidense de origen danés
Soren Emil Carlsen (1853-1932) es un hábil captador de la singularidad y la
belleza de las cosas pequeñas. Entre sus cuadros hay un gran número de
naturalezas muertas en las que recipientes, flores, frutos y prendas de vestir
nos saludan desde ese puesto en la eternidad que algunos artistas se molestan
en otorgar a los detalles en principio intrascendentes. Aparte de su indudable
habilidad para reflejar los distintos materiales y texturas, cualidad
fundamental en un pintor de bodegones, Carlsen tiene ese añadido que solo unos
pocos consiguen: la capacidad de dotar de alma a los seres inanimados que
pueblan sus composiciones. Dentro de sus obras de este tipo, me gustan
especialmente varias que tienen como elemento central un abanico. No nos
engañemos: los objetos como este, accesorios y vinculados por la tradición
literaria y teatral a temas sentimentales, despiertan de forma automática el interés
del espectador. Ubicado en un espacio abstracto y con la única compañía de un
pequeño jarrón, este abanico que ocupa la parte central del lienzo nos parece
el testigo de múltiples aventuras, el recuerdo de innumerables lances amorosos.
Pero es, además, gracias a los pinceles de Carlsen, un objeto bello en sí
mismo, parte de un universo de armonía cromática de increíble exquisitez. Los
objetos con alma y presencia, pero también los objetos reducidos al mero goce
de sus formas y colores: un detonante para la imaginación del que los
contempla, pero también para el disfrute de sus sentidos.
(Los
cuadros de octubre. 2017)
El británico James Watson Dawson (1832-1892) es
el paradigma de la pintura victoriana: correcto, preciosista y sentimental, nos
ha dejado plácidas visiones de la vida campestre y de la infancia, así como una
galería de retratos de personajes de la alta sociedad como este, que responde
al poético título de Day dreams.
Ignoramos la identidad de esta mujer perdida en sus ensoñaciones y vemos apenas
los rasgos de su rostro; el artista ha preferido centrarse en la elegante línea
de su cuello y en un fastuoso estudio de las texturas de su traje. Dawson
recoge aquí la tradición de los retratos renacentistas en los que la figura se
recorta sobre un fondo neutro, pero frente al rígido perfil adoptado por los
modelos de aquellas obras clásicas, deja a la protagonista desenvolverse con
naturalidad y adoptar una posición que nos habla de abandono y ensimismamiento.
La dama retratada ignora por completo a los que la observamos y clava los ojos
en su abanico, que sin duda trae a su mente algún recuerdo poderoso. A mí este
cuadro me llamó la atención desde el primer momento por el deslumbrante fondo
dorado que nos veta el acceso al entorno del personaje, pero que nos habla
mucho más de la belleza de ese ámbito inmaterial por el que vagan su
pensamientos.
(Los cuadros de noviembre. 2014)
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