NUESTRO REMBRANDT

Mi Rembrandt es un documental realizado en 2019 por la directora holandesa Oeke Hoogendijk, especialista en temas artísticos. A ella se debe también la serie de televisión El nuevo Rijksmuseum, en la que se documenta la renovación experimentada a lo largo de diez años por el emblemático museo de Ámsterdam.

Como su título hace presagiar, Mi Rembrandt presenta la relación establecida entre varios personajes y cuadros del gran maestro. No se trata de una relación basada solo en el amor a la pintura, la admiración por la labor del artista o la vinculación sentimental con alguna de sus obras (todos los amantes del arte tenemos, en este sentido, un Rembrandt, o un Van Gogh, o un Goya que podemos considerar “nuestro”): los personajes que vertebran el documental están vinculados físicamente a alguno de los cuadros del maestro holandés, bien porque lo han poseído durante mucho tiempo, bien porque aspiran a comprarlo, incluso entrando en liza con algún museo rival, o son capaces de descubrir la mano del pintor en un cuadro que no lleva su firma y arriesgarse a pujar por él en una subasta, o bien están dispuestos a invertir los millones que les sobran en adquirir obras suyas de colecciones particulares para luego ―en una curiosa revisión artística del mito de Robin Hood― ponerlas a disposición del público de a pie. 

El personaje que más me interesó de esta galería de habitantes de otra dimensión (¿puede alguien imaginarse dormir durante años, como uno de los Rothschild, flanqueado por un retrato doble de Rembrandt?) tiene el sencillo nombre de Richard Scott y la  aparatosa coletilla de décimo duque de Buccleuch y duodécimo de Queensbury. Este hombre vive en el hermoso castillo escocés de Drumlanrig y es el poseedor, entre otras obras importantes que los simples aficionados a la pintura jamás podremos contemplar al natural, del cuadro de Rembrandt titulado La vieja leyendo.


Mi Rembrandt comienza con un plano que recorre lentamente esta pintura. La toca negra, la frente de la mujer, los ojos entornados. Aquí la cámara se demora un rato, como queriendo desvelar el secreto de lo que esos ojos están mirando. A continuación enfoca los dedos que sujetan el libro, donde se esconde la clave de la expresión embelesada de la anciana. Yo no conocía el cuadro y reconozco que, al verlo por primera vez, se me cortó la respiración. Reconozco también que habría podido odiar a su propietario, ese individuo que se ha limitado a heredar semejante portento de luz y de humanidad y que lo disfruta a solas en su sala de lectura, pero el documental me lo mostró tan enamorado del cuadro, tan vinculado emocionalmente con él, que mi resentimiento se atemperó un tanto y sentí algo parecido a la simpatía. Richard Scott es propietario de una larga serie de maravillas, pero no tiene a ninguna de ellas en tan alta estima como a este sencillo retrato de tonos apagados de una mujer mayor que sujeta un libro entre las manos. Según se muestra en el documental, ha hecho reformar una de las infinitas salas de su castillo para que todo esté en función del puesto de honor, ocupado por esta anciana sencilla, que no es bella ni singular, que no fue rica ni poderosa en vida pero que, detenida en el tiempo por la paleta sobrenatural de Rembrandt, permanece para siempre en el hermoso instante de la concentración y del asombro que supone la lectura. Richard Scott le ha fabricado un entorno idóneo a esta lectora única y se sienta, quiero creer que con frecuencia, en un diván situado a su derecha, para unirse a ella en el acto de leer. Quién pudiera hacerlo como él. Bendigo, en cualquier caso, esta época de reproducciones digitales y conexiones cibernéticas, tan alejadas de viejos romanticismos, pero que proporcionan a los humildes enamorados del gran holandés la impresión de que, en cierta medida, este es también nuestro Rembrandt.

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